Allocutio Concilium Legión de María
P Paul Churchill, Director Espiritual del Concilium

Conocer a Cristo Crucificado
Con ustedes decidí no conocer más que a Jesús, el Mesías, y un Mesías crucificado (1 Cor: 2,2). Así lo expresó
San Pablo poco más de 20 años después de los acontecimientos del Viernes Santo.
Pero también nosotros, casi 2.000 años después, no necesitamos conocerle de
otro modo. Cada vez que celebramos la Misa, cada vez que rezamos ante el
Santísimo Sacramento, cada vez que pasamos ante una Iglesia, recordemos que la
Persona que está allí es la que ha sido crucificada y todavía lleva en su
cuerpo las heridas de esa crucifixión. No hay otro modo de recordarlo, de ser
conscientes de él.
Sólo podemos pensar ocasionalmente en él como el
Hijo eterno con el Padre, o la Palabra hecha carne en el seno de la Virgen, o
el niño nacido en el establo de Belén, o el gran predicador y taumaturgo de
Galilea. Pero la gran realidad en este momento es que Él, es el que fue
crucificado, murió, fue sepultado y ha resucitado de entre los muertos,
llevando las heridas de su Pasión. Y tanto si es a un Tomás dubitativo que
exige ver las llagas hechas en sus manos, como si es a una Margarita María
Alocque, más reciente a quien muestra su corazón herido, sigue siendo la misma
realidad: Cristo crucificado, resucitado pero todavía con sus heridas. Por eso
tenemos las 5 tachuelas en el Cirio Pascual.
San Pablo dice: «¡Predicamos a un Cristo
crucificado!». (1 Cor 1, 23). Cada vez que nos presentemos ante Él para orar,
sea en la Iglesia o en la intimidad de nuestro hogar, sea en la Misa o en
cualquier otro Sacramento, tengamos siempre ante nosotros esa realidad: éste es
el que todavía lleva las llagas de la Cruz. Sólo así podremos conocerle y
relacionarnos con Él.
Y no olvidemos nunca que la razón por la que es así,
es por nuestros pecados. Él todavía lleva las heridas de nuestros pecados.
Incluso en la eternidad adoraremos al Cordero en cuya sangre todos hemos sido
lavados (Ap 7,13-14). De hecho, en el Libro del Apocalipsis o Revelación hay 28
referencias al Cordero y muchas de ellas se refieren a él inmolado, o a su
sangre por la que hemos sido lavados. Esta es su realidad actual y como será en
la eternidad.
Cuando vas a rezarle, cuando le pides ayuda, ¿cómo
lo visualizas? Recuerda siempre sus heridas. Recuérdate a ti mismo que él
sufrió todo esto a causa de tus pecados. Este debe ser el punto de partida de
cada encuentro con Él.
Cuando Jesús aceptó el marco de madera de la Cruz,
aceptó algo aún más pesado. Asumió los pecados de todo el mundo. Como dijo
Isaías: «Herido fue por nuestra rebelión, molido por nuestros pecados» (Is
53,5).
La decisión y la intención de crucificar a Jesús,
llevaban incrustados todos los pecados del mundo. El odio y los celos por parte
de los saduceos y fariseos, la traición a la verdad por parte de Pilato, la
opción de Pilato y los apóstoles de ir a salvarse y optar por la comodidad
personal. Y luego, tal vez, la mayoría silenciosa. Podemos leer en ese momento
también el abandono absoluto de la compasión. La oración y la reflexión
mostrarán más. Este es el peso que lleva; esta es la carga que sabe que debe
soportar para que el reino del pecado pueda terminar.
Pero entonces cae al suelo. Su fuerza física le ha
abandonado. Pero tal vez su fuerza espiritual también esté bajo presión. Sin
embargo, sabe que debe levantarse y seguir hasta el final. Y cuando se levanta,
allí está ella, a la que se dirige como «¡Mujer!». La persona de la creación de
la que más depende. Siempre ha dependido de ella. Ahora más que nunca. Porque
ve en ella, no sólo a su madre, sino a la llena de gracia y belleza y hermosura
y compasión y el amor más puro. Ella le muestra que la raza humana es hermosa y
que merece la pena luchar por ella. De ella saca fuerzas para seguir adelante y
completar su misión.
Esto se ve reforzado por Simón, que presta voluntariamente
sus hombros a la Cruz al verlo exigido por las circunstancias. Verónica le
muestra una bondad espontánea y, de hecho, a medida que avanza su calvario, se
ve recompensado. El joven Juan está allí con su madre, Magdalena y las demás
mujeres, el buen ladrón le defiende y busca su intercesión. Y, justo al morir,
¿oyó decir al centurión: «Éste era un buen hombre, éste era un hijo de Dios»?
En la muerte vuelve al Padre en la eternidad y
lleva su pasión y muerte soportadas hasta su Padre celestial. Y se eterniza
para que en cada Misa podamos tener contacto directo con él. Pero, como
muestran sus experiencias de resurrección, sigue llevando sus heridas. Así
debemos mirar al Señor en el Altar, en el Sagrario, en nuestros espacios
privados, cada vez que nos dirigimos a Él. Él es el Señor que lleva las heridas
de nuestros pecados, por los que se entregó totalmente.
En su existencia terrena dependió sobre todo de una
persona. De su Sí dependió su entrada en el mundo, de sus pechos su primera
leche, de sus manos suaves sus primeros pasos, de su guía se mantuvo alejado de
la mirada pública antes de que ella le autorizara a seguir adelante con su
ministerio en las bodas de Caná, símbolo de las bodas del Cordero que fue
inmolado por nosotros.
San Pablo decía: « Ahora me alegro
por los padecimientos que soporto por vosotros, y completo en mi carne lo que
falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia,» (Col 1,24). La Virgen lo vivió. Nos pide que hagamos lo mismo. Y yo
sólo me pregunto esto: ¿se librará alguna vez Nuestro Señor de esas heridas de
la Cruz? Tal vez, pero sólo cuando llegue al Cielo el último de los redimidos.
Pero tal vez será nuestra alegría contemplarle siempre con esas llagas que nos
muestran la profundidad de su amor y la maravilla de su sufrimiento. Sus
heridas nos curan.
«Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos, porque por tu Santa Cruz has
redimido al mundo».
«Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos, porque por tu Santa Cruz has redimido al mundo».
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