sábado, 2 de marzo de 2024

Vida de la Santísima Virgen


VIDA DE LA SANTÍSIMA VIRGEN
 Jorge González Villegas,  Pbro.

Desde toda la eternidad la Santísima Virgen fue predestinada a la incomparable dignidad de Madre de Dios. Moisés, Isaías, David y Salomón hablaron de Ella en sus profecías; Eva, Sara, Débora, Judith y Ester, el Paraíso terrenal, el Arco iris, la Escala de Jacob, la Vara de Aarón el Vellocino de Gedeón, la Torre de David, el Templo y el Arca de la Alianza, la figuraron en el Antiguo Testamento .

Sus padres Joaquín y Ana, eran descendientes de David y vivían en Jerusalén según unos, en Nazaret según otros, cuando dieron a la luz esta hija bendita, quince años' antes de la era cristiana, la que milagro­samente obtuvieron, merced a las fervorosas oraciones que hacían a Dios. Quince días después del nacimiento, recibe el nombre de María, nombre glorioso que en hebreo significa: Señora, iluminadora, poderosa, hermosa y mar de amargura.

Al cabo de ochenta días fue Santa Ana al templo para cumplir la ley de la purificación llevando la niña en sus brazos, como un tesoro precioso; y es muy probable que entonces la Virgen que desde su concepción inmaculada gozaba del uso de la razón, hiciese entonces su consagración virginal al Señor y luego volviese su madre con Ella a la casa.

Una tradición piadosa dice que estando ya en tres años fue ofrecida por sus padres en el templo, en cumplimiento del voto que habían hecho de consagrar al Señor el fruto de bendición que les diera, y que la niña María pasó allí los años de su adolescen­cia entregada a la oración, al estudio de los libros sagrados y de trabajos propios de su edad destinados al culto del Señor. Pero esto no tiene fundamento sólido ni verdadera probabilidad.

Cuando hubo llegado a la edad de catorce años, en que conforme a la costumbre de entonces debía tomar estado, ya quizás muertos sus padres, por inspiración divina e insinuación de los sacerdotes, se desposó con San José, quien había también ofrecido a Dios su virginidad; cumpliendo de esta manera una ley de aquel tiempo según la cual, María, como hija única y heredera de los bienes paternos, estaba obligada a escoger un esposo de su tribu y familia, y realizando a la vez los designios divinos que tenían por fin: proteger a los ojos del mundo el honor de María y de su Hijo, dar a entrambos un custodio fiel y protector abnegado y presentar en María un modelo perfecto de esposas, madres vírgenes.

Felizmente vivían los santos esposos en Nazaret, cuando tuvo lugar la aparición del Arcángel San Gabriel a la Purísima Virgen entonces de quince años, anunciándole que sería la madre del mesías.

Ella se turbó y creyó encontrar en ello un obstáculo a su virginidad, pero el ángel la tranquilizó al revelarle que la Encarnación se obraría por la acción omnipotente del Espíritu Santo. Entonces María sometiéndose al divino beneplácito respondió: "He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra", y en el mismo instante el Verbo Eterno se encarnó en sus purísimas entrañas y habitó entre nosotros.

   Su celo y caridad la impulsaron a hacer en seguida una visita a su prima Santa Isabel, quien tenía en  su  seno  a     San Juan  Bautista  precursor  del Mesías, el cual fue santificado por la presencia de Jesús llevado por María en sus castísimas entrañas, y pasados tres meses volvió a Nazaret donde llevó Una vida recogidísima.

Llegados los días del nacimiento del Niño Dios, por un edicto del emperador Augusto, los santísimos esposos tuvieron que emprender un viaje a Belén; y allí en una gruta a cueva, establo mísero de animales, nació Jesús. En ese Belén presenció la divina Señora, la adoración de los pastores, la de los magos y la circuncisión de su santísimo Hijo. Cuan­do el divino Niño tuvo cuarenta días, María Santísima fue a Jerusalén para presentarlo en el templo y cumplir con profundísima humildad la ley de la purificación. Poco después Herodes decretó la matanza del Niño Jesús, y los santos esposos para librarle tuvieron que huir con El a Egipto, de donde volvieron luego que murió este pérfido tirano, y fijaron su residencia en Nazaret.

En esta pequeña aldea vivió Ntra. Señora durante la vida oculta de su amadísimo Hijo en compañía de su virginal Esposo, quien murió tres años antes de comenzarse la vida pública del Salvador. Durante ésta, María de ordinario acompañaba a Jesús, pero el Evangelio sólo cita su presencia en tres circunstan­cias a saber: en las bodas de Cana, después de la cu­ración de un poseso ciego y mudo, y por último en el Calvario; más según las revelaciones de la Venerable Sor María de Agreda, lo acompañó desde el principio hasta el fin de su Sagrada Pasión, sufriendo indeciblemente, o mejor compartiendo sus dolores hasta el grado de merecer el título de Reina de los Mártires y corredentora.

A continuación volvió al Cenáculo en compa­ñía de San Juan Evangelista a quien le fue encomendada cuando Ntro. Señor pendía de la cruz, y ahí se le apareció el divino Resucitado antes que a "Los demás y muchas otras veces por espacio de cuaren­ta días que mediaron entre la Resurrección del Señor y su gloriosa Ascensión a los Cielos. Allí mismo recibió nueva plenitud de gracias a la venida del Espíritu Santo y le fue confirmado el don que ya se le había otorgado en el Calvario, de ser Madre de toda la Iglesia.

  Hasta su muerte no ceso de alentar a los discí­pulos de Jesús y a sus apóstoles; cuando éstos se dis­persaron, siguió a San Juan a Éfeso, donde fue el consuelo y alegría de la Iglesia naciente, y donde murió según sentencia de algunos, a la edad de sesenta y tres años; pero según opinión más probable y verdadera, después de una permanencia en Éfeso, de dos años y medio, regresó a Jerusalén, y en esta ciudad murió de amor a los setenta años.

Según la tradición y el común sentir de los fieles, al tercer día fue llevada en cuerpo y alma por su divino Hijo al Cielo, donde está sentada a su diestra, siendo la alegría y delicias de los bienaventurados y la esperanza y consuelo de los que aún gemimos en este valle de amargura y dolor. 

MOTIVOS QUE NOS OBLIGAN A AMARLA
A Ella debemos consagrarle todo nuestro amor, no sólo por el admirable ejemplo que de todas las virtudes nos dio durante su vida mortal, sino también porque lo merece por varios títulos, a saber: 
  Io Madre de Dios, encerrando esta dignidad todas las her­mosuras, todas las grandezas, todos los prodigios so­brenaturales, todos los méritos y virtudes, todas las bendiciones, maravillas y prerrogativas que pueden decirse de María, puesto que es el centro y princi­pio de todos sus privilegios de naturaleza, gracia y gloria. En el dogma de la Maternidad divina, dice el P. Terien S. J., está cifrado no sólo el misterio de la Encarnación sino todo el cristianismo. 

 2 Ella es nuestra Medianera; porque habiéndonos dado Dios a Jesús por Ella, también nos comunica por su mediación todos los dones de la gracia. Su intercesión es universal, es decir, que se extiende a todos los hombres, tiempos y lugares; y eficaz, pues como dice San Buenaventura, María por su ruego es toda poderosa con su Hijo, mereciendo ser llamada "la Omnipotencia suplicante". San Bernardo la llama "el canal y acueducto de las gracias divinas" y San Alfonso "el doctor mariano por excelencia", añade: Así como ninguna línea trazada desde el centro de un círculo puede salir de él sin pasar antes por  la circunferencia, así también del centro de todo bien que es Jesucristo, no puede venirnos gracia alguna sin que pase por María, la cual al recibir al Hijo de Dios, lo rodeó por todas partes, y todo en Ella respira sólo misericordia y bondad.

   María es además nuestra Corredentora, por que cooperó a nuestra salvación; nuestra Abogada, porque intercede incesantemente por nosotros; nuestra Patrona, porque nos cuida constantemente; nuestra Reina, porque Jesucristo su Hijo es Rey del Cielo y de la tierra; y finalmente nuestra Madre, porque somos hijos adoptivos de Dios y hermanos de Jesucristo, quien al morir en la cruz, la proclamó oficialmente Madre a todos los hombres en la persona de San Juan cuando le dijo: "Ahí tienes a tu madre".
  Por consiguiente: siendo María nuestra máxima confianza, la razón de nuestra esperanza, la ilusión de nuestra vida y el objeto de todo nuestro amor, es menester conocer e imitar sus virtudes, pensar en Ella, invocarla con frecuencia y propagar su culta y devoción, profesándole una profunda veneración por sus grandezas inefables, y una confianza filial y sin límites por ser nuestra Madre llena de piedad y ternura.
CONSAGRACIÓN A MARÍA
Inmaculada Virgen María, Madre de Dios y Madre, mía. A Vos que después de Jesús sois mi todo, consagro hoy por toda mi vida: mi alma y mi cuerpo, mis bienes interiores y exteriores, naturales y sobrenaturales, presentes y futuros. Renuncio a mí mismo y me entrego a Vos, amabilísima Señora, para no tener más voluntad que la vuestra. Quiero amaros con el amor de los Ángeles y el de todos vuestros amantes que existen y existirán. Bien sé que por mí mismo nada puedo, pero de Vos lo espero todo; por tanto me abandono en vuestro corazón sagrado, a fin de vivir tan sólo para Vos, con Vos, por Vos y en Vos, para mayor gloria de Dios. Amén .                                                  

José Salazar B. Vicario General
Septiembre 30 de 1983
Gobierno Eclesiástico    Puede Imprimirse

1 comentario:

Liz Arguello dijo...

Muchas Gracias por la publicación Hermanos.
Les saluda desde Nicaragua.
Manteneos Firmes!