Imprimir Archivo pdf: Conocer a Cristo Crucificado
Allocutio Concilium
Legión de María
21 Marzo 2025
Fr. Paul Churchill,
Concilium Spiritual Director
Con ustedes decidí no conocer más que
a Jesús, el Mesías, y un Mesías crucificado (1
Cor: 2,2). Así lo expresó San Pablo poco
más de 20 años después de los acontecimientos del Viernes Santo. Pero
también nosotros, casi 2.000 años después, no necesitamos conocerle
de otro modo. Cada vez que celebramos la
Misa, cada vez que rezamos ante el
Santísimo Sacramento, cada vez que pasamos ante una Iglesia, recordemos que la Persona que está
allí es la que ha sido crucificada y todavía lleva en su cuerpo las heridas de
esa crucifixión.
No hay otro modo de recordarlo, de ser conscientes de él.
Sólo podemos pensar ocasionalmente en
él como el Hijo eterno con el Padre, o la Palabra hecha carne en el seno de la
Virgen, o el niño nacido en el establo de Belén, o el gran predicador y
taumaturgo de Galilea. Pero la gran realidad en este momento es que Él, es el
que fue crucificado, murió, fue sepultado y ha resucitado de entre los muertos,
llevando las heridas de su Pasión. Y tanto si es a un Tomás dubitativo que
exige ver las llagas hechas en sus manos, como si es a una Margarita María
Alocque, más reciente a quien muestra su corazón herido, sigue siendo la misma
realidad: Cristo crucificado, resucitado pero todavía con sus heridas. Por eso
tenemos las 5 tachuelas en el Cirio Pascual.
San Pablo dice: «¡Predicamos a un
Cristo crucificado!». (1 Cor 1, 23). Cada vez que nos presentemos ante Él para
orar, sea en la Iglesia o en la intimidad de nuestro hogar, sea en la Misa o en
cualquier otro Sacramento, tengamos siempre ante nosotros esa realidad: éste es
el que todavía lleva las llagas de la Cruz. Sólo así podremos conocerle y
relacionarnos con Él.
Y no olvidemos nunca que la razón por
la que es así, es por nuestros pecados. Él todavía lleva las heridas de
nuestros pecados. Incluso en la eternidad adoraremos al Cordero en cuya sangre
todos hemos sido lavados (Ap 7,13-14). De hecho, en el Libro del Apocalipsis o
Revelación hay 28 referencias al Cordero y muchas de ellas se refieren a él
inmolado, o a su sangre por la que hemos sido lavados. Esta es su realidad
actual y como será en la eternidad.
Cuando vas a rezarle, cuando le pides
ayuda, ¿cómo lo visualizas? Recuerda siempre sus heridas. Recuérdate a ti mismo
que él sufrió todo esto a causa de tus pecados. Este debe ser el punto de
partida de cada encuentro con Él.
Cuando Jesús aceptó el marco de
madera de la Cruz, aceptó algo aún más pesado. Asumió los pecados de todo el
mundo. Como dijo Isaías: «Herido fue por nuestra rebelión, molido por nuestros
pecados» (Is 53,5).
La decisión y la intención de
crucificar a Jesús, llevaban incrustados todos los pecados del mundo. El odio y
los celos por parte de los saduceos y fariseos, la traición a la verdad por
parte de Pilato, la opción de Pilato y los apóstoles de ir a salvarse y optar
por la comodidad personal. Y luego, tal vez, la mayoría silenciosa. Podemos
leer en ese momento también el abandono absoluto de la compasión. La oración y
la reflexión mostrarán más. Este es el peso que lleva; esta es la carga que
sabe que debe soportar para que el reino del pecado pueda terminar.
Pero entonces cae al suelo. Su fuerza
física le ha abandonado. Pero tal vez su fuerza espiritual también esté bajo
presión. Sin embargo, sabe que debe levantarse y seguir hasta el final. Y
cuando se levanta, allí está ella, a la que se dirige como «¡Mujer!». La
persona de la creación de la que más depende. Siempre ha dependido de ella.
Ahora más que nunca. Porque ve en ella, no sólo a su madre, sino a la llena de
gracia y belleza y hermosura y compasión y el amor más puro. Ella le muestra
que la raza humana es hermosa y que merece la pena luchar por ella. De ella
saca fuerzas para seguir adelante y completar su misión.
Esto se ve reforzado por Simón, que
presta voluntariamente sus hombros a la Cruz al verlo exigido por las
circunstancias. Verónica le muestra una bondad espontánea y, de hecho, a medida
que avanza su calvario, se ve recompensado. El joven Juan está allí con su
madre, Magdalena y las demás mujeres, el buen ladrón le defiende y busca su
intercesión. Y, justo al morir, ¿oyó decir al centurión: «Éste era un buen
hombre, éste era un hijo de Dios»?
En la muerte vuelve al Padre en la
eternidad y lleva su pasión y muerte soportadas hasta su Padre celestial. Y se
eterniza para que en cada Misa podamos tener contacto directo con Él. Pero,
como muestran sus experiencias de resurrección, sigue llevando sus heridas. Así
debemos mirar al Señor en el Altar, en el Sagrario, en nuestros espacios
privados, cada vez que nos dirigimos a Él. Él es el Señor que lleva las heridas
de nuestros pecados, por los que se entregó totalmente.
En su existencia terrena dependió
sobre todo de una persona. De su Sí, dependió su entrada en el mundo, de sus
pechos su primera leche, de sus manos suaves sus primeros pasos, de su guía se
mantuvo alejado de la mirada pública antes de que ella le autorizara a seguir
adelante con su ministerio en las bodas de Caná, símbolo de las bodas del
Cordero que fue inmolado por nosotros.
San Pablo decía: « Ahora me alegro por los padecimientos que
soporto por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones
de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia,» (Col 1,24). La Virgen lo vivió. Nos pide que hagamos lo mismo. Y yo
sólo me pregunto esto: ¿se librará alguna vez Nuestro Señor de esas heridas de
la Cruz? Tal vez, pero sólo cuando llegue al Cielo el último de los redimidos.
Pero tal vez será nuestra alegría contemplarle siempre con esas llagas que nos
muestran la profundidad de su amor y la maravilla de su sufrimiento. Sus
heridas nos curan.
«Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos, que por tu Santa Cruz redimiste al mundo».
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