sábado, 2 de marzo de 2024

Los Siete Domingos de San José, febrero 2024

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Los Siete Domingos de San José 

1er Domingo de San José

VOCACION Y SANTIDAD DE SAN JOSÉ

 - El más grande de los santos.

 - “A los que Dios elige para algo, los prepara y dispone de tal modo que sean idóneos para ello”.

 - Nuestra propia vocación: “porque tenemos la gracia del Señor, podremos superar todas las dificultades”.

 I. Comenzamos hoy esta antigua costumbre de preparar, con siete semanas de antelación, la festividad del Santo Patriarca, que tuvo a su cargo en la tierra a Jesús y a María. En cada uno de estos domingos, procuraremos meditar la vida de San José, llena de enseñanzas, fomentaremos su devoción y nos acogeremos a su patrocinio.

 San José, después de María, es el mayor de los santos en el Cielo, según enseña comúnmente la doctrina católica (1). El humilde carpintero de Nazaret sobresale en gracia y en bienaventuranza por encima de los patriarcas, de los profetas, de San Juan el Bautista, de San Pedro, de San Pablo, de todos los Apóstoles, santos mártires y doctores de la Iglesia (2). Ocupa en la Plegaria eucarística I (Canon Romano) del misal el primer lugar, después de Nuestra Señora.

Al Santo Patriarca le han sido encomendados, de un modo real y misterioso, los cristianos de todas las épocas. Así lo expresan las bellísimas Letanías de San José aprobadas por la Iglesia, que resumen todas sus prerrogativas: San José, ilustre descendiente de David, luz de los patriarcas, esposo de la Madre de Dios (...), modelo de los que trabajan, honor de la vida doméstica, guardián de las vírgenes, sostén de las familias, consolación de los afligidos, esperanza de los enfermos, patrono de los moribundos, terror de los demonios, protector de la Iglesia santa... Salvo a María, a ninguna otra criatura podemos dirigir tantas alabanzas. La Iglesia entera reconoce en San José a su protector y patrono. Este patrocinio “es necesario a la Iglesia no sólo como defensa contra los peligros que surgen, sino también y sobre todo como aliento en su renovado empeño de evangelización en el mundo y de reevangelización en aquellos "países y naciones, en los que (... ) la religión y la vida cristiana fueron florecientes y" que "están ahora sometidos a dura prueba". Para llevar el primer anuncio de Cristo y para volver a llevarlo allí donde está descuidado u olvidado, la Iglesia tiene necesidad de un especial poder desde lo alto (cfr. Lc 24, 49; Hech 1, 8), don ciertamente del Espíritu del Señor, no desligado de la intercesión y del ejemplo de sus Santos” (3). Muy especialmente del más grande de todos ellos.

 A lo largo de estas siete semanas, en las que preparamos su fiesta, podemos renovar y enriquecer esta sólida devoción y obtener muchas gracias y ayudas del Santo Patriarca. Son días para acercarnos más a él, para tratarle y amarle. “Quiere mucho a San José, quiérele con toda tu alma, porque es la persona que, con Jesús, más ha amado a Santa María y el que más ha tratado a Dios: el que más le ha amado, después de nuestra Madre.

“-Se merece tu cariño, y te conviene tratarle, porque es Maestro de vida interior, y puede mucho ante el Señor y ante la Madre de Dios” (4). Aprovechemos particularmente en estos días este poder de intercesión, encomendándole aquello que más nos preocupa, de lo que tenemos más necesidad.

 II. A San José se le puede aplicar el principio formulado por Santo Tomás a propósito de la plenitud de gracia y de la santidad de María: “A los que Dios elige para algo, los prepara y dispone de tal modo que sean idóneos para ello” (5).

Por esto, la Virgen Santísima, llamada a ser Madre de Dios, recibió, junto con la inmunidad de la culpa original, desde el mismo instante de su Concepción una plenitud de gracia que superaba ya la gracia final de todos los santos juntos. María, la más cercana a la fuente de toda gracia, se benefició de ella más que ninguna otra criatura (6). Y después de María, nadie estuvo más cerca de Jesús que San José, que hizo las veces de padre suyo aquí en la tierra. Después de María, nadie recibió una misión tan singular como José, nadie le amó más, nadie le prestó más servicios... Ningún otro estuvo más cerca del misterio de la Encarnación del Hijo de Dios. “Precisamente José de Nazaret "participó" en este misterio como ninguna otra persona, a excepción de María, la Madre del Verbo Encarnado. Él participó en este misterio junto con ella, comprometido en la realidad del mismo hecho salvífico, siendo depositario del mismo amor, por cuyo poder el eterno Padre, nos predestinó a la adopción de hijos suyos por Jesucristo (Ef 1, 5)” (7).

 El alma de José, debió ser preparada con singulares dones para que llevara a cabo una misión tan extraordinaria, como la de ser custodio fiel de Jesús y de María. ¿Cómo no iba a ser excepcional la criatura a quien Dios, encomendó lo que más quería de este mundo? El ministerio de San José, fue de tal importancia que todos los ángeles juntos no sirvieron tanto a Dios, como José, solo (8).

 Un autor antiguo enseña que San José, participó de la plenitud de Cristo, de un modo incluso más excelente y perfecto que los Apóstoles, pues “participaba de la plenitud divina en Cristo: amándole, viviendo con Él, escuchándole, tocándole. Bebía y se saciaba en la fuente superabundante de Cristo, formándose en su interior un manantial que brotaba hasta la vida eterna.

 “Participó de la plenitud de la Santísima Virgen, de un modo singular: por su amor conyugal, por su mutua sumisión en las obras y por la comunicación de sus consolaciones interiores. La Santísima Virgen, no pudo consentir que San José, estuviese privado de su perfección, alegría y consuelos. Era bondadosísima, y por la presencia de Cristo y de los ángeles gozaba de alegrías ocultas a todos los mortales, que sólo podía comunicar a su esposo amantísimo, para que en medio de sus trabajos tuviese un consuelo divino; y así, mediante esta comunicación espiritual con su esposo, la Madre, intacta cumplía el precepto del Señor, de ser dos en una sola carne” (9).

 “Oh José! - le decimos con una oración que sirve para prepararnos a celebrar la Santa Misa o a asistir a ella- varón bienaventurado y feliz, a quien fue concedido ver y oír al Dios, a quien muchos reyes quisieron ver y oír, y no oyeron ni vieron. Y no sólo verle y oírle, sino llevarlo en brazos, besarlo, vestirlo y custodiarlo: ruega por nosotros” (10). Atiéndenos en aquello que en estos días te pedimos, y que dejamos en tus manos para que tú lo presentes ante Jesús, que tanto te amó y a quien tanto amaste en la tierra y ahora amas y adoras en el Cielo. Él, no te niega nada.

 III. Enseña San Bernardino de Siena, siguiendo a Santo Tomás, que “cuando, por gracia divina, Dios, elige a alguno para una misión muy elevada, le otorga todos los dones necesarios para llevar a cabo esta misión, lo que se verifica en grado eminente en San José, padre nutricio de Nuestro Señor Jesucristo y esposo de María” (11). La santidad consiste en cumplir la propia vocación. Y en San José, ésta consistió, principalmente, en preservar la virginidad de María, contrayendo con Ella, un verdadero matrimonio, pero santo y virginal. El Angel del Señor, le dijo: José, hijo de David, no temas recibir contigo a María, tu mujer, pues lo que en Ella, ha nacido es obra del Espíritu Santo (12). María, es su esposa, y José, la amó con el amor más puro y delicado que podamos imaginar.

 Con relación a Jesús, José veló sobre Él, le protegió, le enseñó su oficio, contribuyó a su educación... “Se le llama su padre nutricio y también padre adoptivo, pero estos nombres no pueden expresar plenamente esta relación misteriosa y llena de gracia. Un hombre, se convierte accidentalmente en padre adoptivo o en padre nutricio de un niño, mientras que José, no se convirtió accidentalmente en el padre nutricio del Verbo encarnado; fue creado y puesto en el mundo con ese fin; es el objeto primero de su predestinación y la razón de todas las gracias” (13). Ésa fue su vocación: ser padre adoptivo de Jesús y esposo de María; sacar adelante, muchas veces con sacrificio y dificultades, a aquella familia.

 San José, fue tan santo porque correspondió fidelísimamente a las gracias que recibió para cumplir una misión tan singular. Nosotros podemos meditar hoy junto al Santo Patriarca, en la vocación en medio del mundo que también hemos recibido y en las gracias necesarias que continuamente nos da el Señor, para vivirla fielmente.

Nunca debemos olvidar que a quienes Dios, elige para algo, los prepara y dispone de tal modo que sean idóneos para ello. ¿Dudamos cuando encontramos dificultades para llevar a cabo lo que Dios, quiere de nosotros: sostener a la familia, vivir la entrega generosa que el Señor, nos pide, vivir el celibato apostólico, si ha sido esa la inmensa gracia que Dios, ha querido para nosotros?, ¿seguimos el razonamiento lógico de que “porque tengo la gracia de Dios, porque tengo una vocación, podré superar todos los obstáculos”?, ¿me crezco ante las dificultades, apoyándome en Dios? “Lo has visto con claridad: mientras tanta gente no le conoce, Dios, se ha fijado en ti. Quiere que seas fundamento, sillar, en el que se apoye la vida de la Iglesia.

 “Medita esta realidad, y sacarás muchas consecuencias prácticas para tu conducta ordinaria: el fundamento, el sillar -quizá sin brillar, oculto- ha de ser sólido, sin fragilidades; tiene que servir de base para el sostenimiento del edificio... ; si no, se queda aislado” (14). San José, que fue cimiento seguro en el que descansaron Jesús y María, nos enseña hoy a ser firmes en nuestra peculiar vocación, de la que dependen la fe y la alegría de tantos. Él, nos ayudará a ser siempre fieles, si acudimos frecuentemente a su patrocinio. Sancte Ioseph... , ora pro nobis... , ora pro me, le podemos repetir muchas veces en el día de hoy.

 (1) Cfr. LEON XIII, Enc. Quanquam pluries, 15-VIII-1899.- (2) Cfr. SAN BERNARDINO DE SIENA, Sermón I sobre San José .- (3) JUAN PABLO II, Exhort. Apost. Redemptoris custos, 15-VIII-1989, 19.- (4) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Forja, n. 554.- (5) SANTO TOMAS, Suma Teológica, 3, q. 27, a. 4, c.- (6) Ibídem, a. 5.- (7) JUAN PABLO II, Ibídem, 2.- (8) Cfr. B. LLAMERA, Teología de San José, BAC, Madrid 1953, p. 186.- (9) ISIDORO DE ISOLANO -siglo XVI-, Suma de los dones de San José, III, 17.- (10) Preces selectae, Adamas Verlag, Colonia 1987, p. 12.- (11) SAN BERNARDINO DE SIENA, loc. cit.- (12) Mt 1, 20; Lc 2, 5.- (13) R. GARRIGOU-LAGRANGE, La Madre del Salvador, p. 389.- (14) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Forja, n. 472.



2º Domingo de San José

LAS VIRTUDES DE SAN JOSÉ

— Humildad del Santo Patriarca.

— Fe, esperanza y amor.

— Sus virtudes humanas.

I. En este segundo domingo dedicado a San José podemos contemplar las virtudes por las cuales el Santo Patriarca, es modelo para nosotros, que, como él, llevamos una vida corriente de trabajo. San Mateo, al presentar al Santo Patriarca, escribe: José, su esposo, como era justo...1. Esta es la alabanza y la definición que el Evangelio hace de San José: hombre justo. Esta justicia no es solo la virtud que consiste en dar a cada uno lo que se le debe: es también santidad, práctica habitual de la virtud, cumplimiento de la voluntad de Dios. El concepto de justo en el Antiguo Testamento, es el mismo que el Evangelio, expresa con el término santo. Justo, es el que tiene un corazón puro y es recto en sus intenciones, es el que en su conducta observa todo lo prescrito con relación a Dios, al prójimo y a sí Mismo...2. José fue justo en todas las acepciones de la palabra; en él se dieron en plenitud todas las virtudes, en una vida sencilla, sin relieve humano especial.

Al considerar las virtudes del Santo Patriarca, ocultas en ocasiones a los ojos de los hombres pero resplandecientes siempre a los ojos de Dios, hemos de tener en cuenta que estas cualidades a veces no son valoradas por aquellos que solo viven en la superficie de las cosas y de los acontecimientos. Es un hábito frecuente entre los hombres “darse enteramente a lo de fuera y descuidar lo interior; trabajar contra reloj; aceptar la apariencia y despreciar lo efectivo y lo sólido; preocuparse demasiado por lo que parecen y no pensar qué es lo que deben ser. De aquí que las virtudes que se estimen sean las que entran en juego en los negocios y en el comercio de los hombres; muy al contrario, las virtudes interiores y ocultas en las que el público, no toma parte, en donde todo pasa entre Dios y el hombre, no solo no se siguen, sino que incluso no se comprenden. Y sin embargo, en este secreto radica todo el misterio de la virtud verdadera (...). José, hombre sencillo, buscó a Dios; José, hombre desprendido, encontró a Dios; José, hombre retirado, gozó de Dios”3. Nuestra vida, como la del Santo Patriarca, consiste en buscar a Dios, en el quehacer diario, encontrarle, amarle y alegrarnos en su amor.

La primera virtud que se manifiesta en la vida de San José, es la humildad, al descubrir la grandeza de su vocación y la propia poquedad. Alguna vez, al terminar la tarea o en medio de ella, mientras miraba a Jesús, cerca de él, se preguntaría: ¿por qué me eligió Dios, a mí y no a otro?, ¿qué tengo yo para haber recibido este encargo divino? Y no encontraría respuesta, porque la elección para una misión divina es siempre asunto del Señor. Él, es el que llama y da gracia abundante para que los instrumentos sean idóneos. Hemos de tener en cuenta que “el nombre de José, significa, en hebreo, Dios añadirá. Dios, añade, a la vida santa de los que cumplen su voluntad, dimensiones insospechadas: lo importante, lo que da su valor a todo, lo divino. Dios, a la vida humilde y santa de José, añadió –si se me permite hablar así– la vida de la Virgen María y la de Jesús, Señor Nuestro. Dios no se deja nunca ganar en generosidad. José podía hacer suyas las palabras que pronunció Santa María, su Esposa: Quia fecit mihi magna qui potens est, ha hecho en mí cosas grandes Aquel que es todopoderoso, quia respexit humilitatem, porque se fijó en mi pequeñez (Lc 1, 48-49).

“José era efectivamente un hombre corriente, en el que Dios se confió para obrar cosas grandes”4.

El conocimiento de su llamada, la enormidad de la gracia recibida y su gratuidad confirmaron la humildad de José. Su vida estuvo siempre llena de agradecimiento a Dios y de admiración ante el encargo recibido. Eso mismo espera el Señor de nosotros: mirar los acontecimientos a la luz de la propia vocación, vivida en su más plena radicalidad5, admirarnos una y otra vez ante tanto don de Dios y agradecer la bondad del Señor que nos llama a trabajar en su viña.

II. No le hizo vacilar la incredulidad ante la promesa de Dios, sino que, fortalecido por la fe, dio gloria a Dios6.

La fe de José, a pesar de la oscuridad del misterio, se mantuvo siempre firme, precisamente porque fue humilde. La palabra de Dios transmitida por el Ángel le esclarece la concepción virginal del Salvador, y José creyó con sencillez de corazón. Pero la oscuridad no debió de tardar en reaparecer: José era pobre, dependía de su trabajo ya cuando recibe la revelación sobre el misterio de la Maternidad divina de María; y resulta aún más pobre cuando viene Jesús al mundo, No puede ofrecer un lugar digno para el nacimiento del Hijo del Altísimo, pues no los reciben en ninguna de las casas ni en la posada de Belén; y José sabe que aquel Niño es el Señor, Creador de cielos y tierra. Después, la fe de José se pondría de nuevo a prueba en la huida precipitada a Egipto... El Dios fuerte huye de Herodes. ¡Cuántas veces nuestra fe habrá de reafirmarse ante acontecimientos en los que se pone de manifiesto que la lógica de Dios es, en tantas ocasiones, distinta de la lógica de los hombres! San José supo ver a Dios en cada acontecimiento, y para esto fue precisa una gran santidad, resultado de la continua correspondencia a las gracias que recibía.

La esperanza se puso de manifiesto en su anhelo creciente ante la llegada del Redentor, que había de estar a su cuidado. Más tarde esta virtud se ejercitó desde los primeros días de Jesús Niño, cuando le vio crecer a su lado, y se preguntaría muchas veces cuándo se manifestaría como Mesías al mundo. Su amor a Jesús y a María, alimentado por la fe y la esperanza, creció de día en día. Nadie les quiso tanto como él. Y este amor se manifestaba en su vida diaria: en la manera de trabajar, en el trato con los vecinos y clientes...

III. ... como era justo...

La gracia hace que cada hombre llegue a su plenitud, según el plan previsto por Dios; y no solo sana las heridas de la naturaleza humana, sino que la perfecciona. Los innumerables dones que recibió San José para cumplir la misión recibida de Dios y su perfecta correspondencia hicieron del Santo Patriarca un hombre lleno de virtudes humanas y sobrenaturales. “De las narraciones evangélicas se desprende la gran personalidad humana de José (...). Yo me lo imagino -decía San Josemaría Escrivá joven, fuerte, quizá con algunos años más que Nuestra Señora, pero en la plenitud de la edad y de la energía humana”7.

Su justicia, su santidad delante de Dios se traslucía en su hombría de bien delante de los hombres. San José era un hombre bueno, en toda la plenitud de esta palabra: un hombre del que los demás se podían fiar; leal con los amigos, con los clientes; honrado, cobrando lo justo, realizando a conciencia los encargos que recibía. Dios se fió de él hasta el punto de encomendarle a su Madre y a su Hijo. Y no quedó defraudado.

La vida de San José estuvo llena de trabajo, primero en Nazaret, luego quizá en Belén, en Egipto y después de nuevo en Nazaret. Todos le conocieron por su laboriosidad y espíritu de servicio, que debió tener una extraordinaria importancia en la formación de un carácter recio, como se comprueba en las diversas circunstancias en las que aparece en el Evangelio. No podía ser de otra manera quien en todo secundó con tanta prontitud los planes de Dios y se vio sometido a pruebas difíciles, según nos relata el Evangelio de San Mateo.

Su oficio en aquella época requería destreza y habilidad. En Palestina, un “carpintero” era un hombre hábil, singularmente hábil y muy estimado8. Construía objetos tan diversos, y tan necesarios y útiles, como vigas, arcas donde guardar la ropa, mesas, sillas, las tablas donde se amasaba la harina antes de llevarla al horno, yugos, artesas... Y utilizaba instrumentos tan distintos como la sierra, el cepillo, la garlopa, el escoplo, la lima, el formón, la azuela, el martillo... Sabía encolar, ensamblar... Conocía bien las diferentes maderas: su calidad, su dureza, para qué era más apropiada cada una...

Según aparece en el Evangelio, las virtudes humanas y sobrenaturales de San José se pueden resumir en pocas palabras: fue un hombre justo. Justo ante Dios y justo ante los hombres. Eso se debería decir de cada uno de nosotros. Eso es lo que Dios espera de todos.

Su justicia se manifestaba en un corazón puro e irreprochable, en un oído dispuesto para captar el querer divino y llevarlo a cabo. Era una persona agradable y cordial en el trato, atento a las necesidades de sus amigos y vecinos, amable con todos, alegre. Aunque el Evangelio no ha conservado ninguna palabra suya, sí nos ha descrito sus obras: acciones sencillas, cotidianas, en las que se reflejaban su santidad y su amor, y que deben ser el espejo donde frecuentemente nos miremos nosotros, que hemos de santificar una vida normal, como la del Santo Patriarca. “Se trata, en definitiva, de la santificación de la vida cotidiana, que cada uno debe alcanzar según el propio estado y que puede ser fomentada según un modelo accesible a todos: “San José es el modelo de los humildes, que el cristianismo eleva a grandes destinos; San José es la prueba de que para ser buenos y auténticos seguidores de Cristo no se necesitan grandes cosas, sino que se requieren solamente las virtudes comunes, humanas, sencillas, pero verdaderas y auténticas” (Pablo VI, Alocución, 19-III-1969)”9.

1 Cfr. Mt 1, 18. — 2 Cfr. J. Dheilly, Diccionario bíblico, Herder, Barcelona 1970, voz Justicia, p. 694 ss. — 3 Bossuet, Segundo panegírico de San José, exordio. — 4 San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 40. — 5 Cfr. Juan Pablo II, Exhor. Apost. Christifideles laici, 30-XII-1988, 2. — 6 Liturgia de las Horas. Solemnidad de San José, Responsorio de la Primera lectura. — 7 San Josemaría Escrivá, o. c., 40. — 8 Cfr. H. Daniel-Rops, Vida cotidiana en Palestina, Hachette, París 1961, p, 295. — 9 Juan Pablo II, Exhor. Apost, Redemptoris custos, 15-VIII-1989, 24


3er Domingo de San José

JOSÉ, EL ESPOSO DE MARÍA

— Matrimonio entre San José y Nuestra Señora. El «guardián de su virginidad».

— El amor purísimo de José.

— La paternidad del Santo Patriarca sobre Jesús.

I. A todos los santos, se les suele conocer por una cualidad, por una virtud en la que son especialmente modelo para los demás cristianos y en la que sobresalieron de una manera particular: San Francisco de Asís, por su pobreza; el Santo Cura de Ars es modelo del sacerdote entregado al servicio de las almas; Santo Tomás Moro, se distingue por la fidelidad a sus obligaciones como ciudadano y por la fortaleza para no ceder en su fe, que le llevó al martirio... De San José, nos dice San Mateo: José, el esposo de María1. De ahí le vino su santidad y su misión en la vida. Nadie, excepto Jesús, quiso tanto a Nuestra Señora, nadie la protegió mejor. Ningún otro ha gastado su vida por el Salvador como lo hizo San José.

La Providencia, quiso que Jesús, naciera en el seno de una familia verdadera. José, no fue un mero protector de María, sino su esposo. Entre los judíos, el matrimonio constaba de dos actos esenciales, separados por un período de tiempo: los esponsales y las nupcias. Los primeros no eran simplemente la promesa de una unión matrimonial futura, sino que constituían ya un verdadero matrimonio. El novio depositaba las arras en manos de la mujer, y se seguía una fórmula de bendición. Desde este momento la novia recibía el nombre de esposa de... La costumbre fijaba el plazo de un año como intermedio entre los esponsales y las nupcias. En ese tiempo, la Virgen, recibió la visita del Ángel, y el Hijo de Dios, se encarnó en su seno; a San José, le fue revelado en sueños el misterio divino que se había obrado en Nuestra Señora y se le pidió que aceptara a María, como esposa en su casa. «Despertado José, del sueño, hizo como el ángel del Señor, le había mandado, y tomó consigo a su mujer (Mt 1, 24). Él, la tomó en todo el misterio de su maternidad; la tomó junto con el Hijo, que llegaría al mundo por obra del Espíritu Santo, demostrando de tal modo una disponibilidad de voluntad, semejante a la de María, en orden a lo que Dios, le pedía por medio de su mensajero»2.

Esta segunda parte era como la perfección del contrato matrimonial y entrega mutua que ya se había realizado. La esposa -según la costumbre era llevada a la casa del esposo en medio de grandes festejos y de singular regocijo3. Ante todos, el enlace era válido desde los esponsales, y su fruto reconocido como legítimo.

El objeto de la unión matrimonial, son los derechos que recíprocamente se otorgan los cónyuges sobre sus cuerpos, en orden a la generación. Estos derechos existían en la unión de María y de José, (si no hubieran existido, tampoco se hubiera dado un verdadero matrimonio), aunque ellos, de mutuo acuerdo, habían renunciado a su ejercicio; y esto, por una inspiración y gracias muy particulares que Dios, derramaría sobre sus almas. La exclusión de los derechos habría anulado el matrimonio, pero no lo anulaba el propósito de no usar de tales derechos. Todo se llevó a cabo en un ambiente delicadísimo, que nosotros entendemos bien, cuando lo miramos con un corazón puro. José, virgen por la Virgen, la custodió con extrema delicadeza y ternura4.

Santo Tomás, señala diversas razones por las cuales convenía que la Virgen estuviera casada con José, en matrimonio verdadero5: para evitar la infamia de cara a los vecinos y parientes cuando vieran que iba a tener un hijo; para que Jesús, naciera en el seno de una familia y fuera tomado como legítimo por quienes no conocían el misterio de su concepción sobrenatural; para que ambos encontraran apoyo y ayuda en José; para que fuera oculta al diablo la llegada del Mesías; para que en la Virgen, fueran honrados a la vez el matrimonio y la virginidad... Nuestra Señora quiso a José, con un amor intenso y purísimo de esposa. Ella, que le conoció bien, desea que busquemos en él apoyo y fortaleza. En María y José tienen los esposos el ejemplo acabado de lo que deben ser el amor y la delicadeza. En ellos encuentran también su imagen perfecta quienes han entregado a Dios, todo su amor, indiviso corde, en un celibato apostólico o en la virginidad, vividos en medio del mundo, pues «la virginidad y el celibato por el Reino de Dios, no solo no contradicen la dignidad del matrimonio, sino que la presuponen y la confirman. El matrimonio y la virginidad son dos modos de expresar y de vivir el único Misterio de la Alianza de Dios con su pueblo»6.

II. En Nazareth, se desposaron José y María, y allí tuvo lugar el inefable misterio de la Encarnación del Verbo de Dios. Con los desposorios, María, recibió una dote integrada –según la costumbre7– por alguna joya de no mucho valor, vestidos y muebles. Recibió un pequeño patrimonio, en el que quizá habría un poco de terreno... Tal vez todo ello no montara mucho, pero cuando se es pobre se aprecia más. Siendo José, carpintero, le prepararía los mejores muebles que había fabricado hasta entonces. Como ocurre en los pueblos no demasiado grandes, la noticia debió correr de boca en boca: «María se ha desposado con José, el carpintero». La Virgen quiso aquellos esponsales, a pesar de haber hecho entrega a Dios, de su virginidad. «Lo sencillo es pensar -escribe Lagrange que el matrimonio con un hombre como José, la ponía al abrigo de instancias, renovadas sin cesar, y aseguraría su tranquilidad»8. Hemos de pensar que José y María se dejaron guiar en todo por las mociones e inspiraciones divinas. A ellos, como a nadie, se les puede aplicar aquella verdad que expone Santo Tomás: «a los justos es familiar y frecuente ser inducidos a obrar en todo por inspiración del Espíritu Santo»9. Dios siguió muy de cerca aquel cariño humano entre María y José, y lo alentó con la ayuda de la gracia para dar lugar a los esponsales entre ambos.

Cuando José, supo que el hijo que María, llevaba en su seno era fruto del Espíritu Santo, que Ella, sería la Madre del Salvador, la quiso más que nunca, «pero no como un hermano, sino con un amor conyugal limpio, tan profundo que hizo superflua toda cualquier relación carnal, tan delicado que le convirtió no solo en testigo de la pureza virginal de María -virgen antes del parto, en el parto y después del parto, como nos lo enseña la Iglesia sino en su custodio»10. Dios Padre preparó detenidamente la familia virginal en la que nacería su Hijo Unigénito.

No es nada probable que José, fuera mucho mayor que la Virgen, como frecuentemente se le ve pintado en los lienzos, con la buena intención de destacar la perpetua virginidad de María, pues «para vivir la virtud de la castidad, no hay que esperar a ser viejo o a carecer de vigor. La pureza nace del amor y, para el amor limpio, no son obstáculos la robustez y la alegría de la juventud. Joven era el corazón y el cuerpo de San José, cuando contrajo matrimonio con María, cuando supo del misterio de su Maternidad divina, cuando vivió junto a Ella, respetando la integridad que Dios, quería legar al mundo, como una señal más de su venida entre las criaturas»11.

Ese es el amor que nosotros –cada uno en el estado en el que le ha llamado Dios– pedimos al Santo Patriarca; ese amor «que ilumina el corazón»12 para llevar a cabo con alegría la tarea que nos ha sido encomendada.

III. Los Evangelios nombran a San José, como padre en repetidas ocasiones13. Este era, sin duda, el nombre que habitualmente utilizaba Jesús, en la intimidad del hogar de Nazareth, para dirigirse al Santo Patriarca. Jesús, fue considerado por quienes le conocían como hijo de José14. Y, de hecho, él ejerció el oficio de padre dentro de la Sagrada Familia: al imponer a Jesús, el nombre, en la huida a Egipto, al elegir el lugar de residencia a su vuelta... Y Jesús, obedeció a José, como a padre: Bajó con ellos y vino a Nazareth y les estaba sujeto...15.

Jesús, fue concebido milagrosamente por obra del Espíritu Santo y nació virginalmente para María, y para José, por voluntad divina. Dios, quiso que Jesús, naciera dentro de una familia y estuviera sometido a un padre y a una madre y cuidado por ellos. Y de la misma manera que escogió a María, para que fuese su Madre, escogió también a José, para que fuera su padre, cada uno en el terreno que le competía16.

San José, tuvo para Jesús, verdaderos sentimientos de padre; la gracia encendió en aquel corazón bien dispuesto y preparado un amor ardiente hacia el Hijo de Dios y hacia su esposa, mayor que si se hubiera tratado de un hijo por naturaleza. José, cuidó de Jesús, amándole como a su hijo y adorándole como a su Dios. Y el espectáculo -que tenía constantemente ante sus ojos de un Dios, que daba al mundo su amor infinito era un estímulo para amarle más y más y para entregarse cada vez más, con una generosidad sin límites.

Amaba a Jesús, como si realmente lo hubiera engendrado, como un don misterioso de Dios, otorgado a su pobre vida humana. Le consagró sin reservas sus fuerzas, su tiempo, sus inquietudes, sus cuidados. No esperaba otra recompensa que poder vivir cada vez mejor esta entrega de su vida. Su amor era a la vez dulce y fuerte, tranquilo y ferviente, emotivo y tierno. Podemos representárnoslo tomando al Niño en sus brazos, meciéndole con canciones, acunándole para que duerma, fabricándole pequeños juguetes, estando con Él, como hacen los padres, prodigándole sus caricias como actos de adoración y testimonio más profundo de afecto17. Constantemente vivió sorprendido de que el Hijo de Dios, hubiera querido ser también su hijo. Hemos de pedirle que sepamos nosotros quererle y tratarle como él, lo hizo.

1 Mt 1, 16. — 2 Juan Pablo II, Exhor. Apost. Redemptoris custos, 15-VIII-1989, 3. — 3 F. M. William, Vida de María, Herder, Barcelona 1974, p. 59 ss. — 4 Cfr. San Agustín, Tratado sobre la virginidad, 1, 4. — 5 Santo Tomás, Suma Teológica. 3, q. 29, a. 1. — 6 Juan Pablo II, Exhor. Apost. Familiaris consortio, 22-XII-1981, 16. — 7 Cfr. F. M. William, o. c., p. 66. — 8 J. Mª Lagrange, Evangile selon Saint Lucas, 3ª ed., París 1923, p. 33. — 9 Cfr. Santo Tomás, o. c., 3, q. 36, a. 5. c y ad 2. — 10 F. Suárez, José, esposo de María, Rialp, 3ª ed., Madrid 1988, p. 50. — 11 San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 40. — 12 Santo Tomás, Sobre la caridad, en Escritos de catequesis, p. 205. — 13 Lc 2, 27; 33; 41; 48. — 14 Cfr. Lc 3, 23. — 15 Lc 2, 51. — 16 Cfr. José Antonio del Niño Jesús, San José, su misión, su tiempo, su vida. Centro Español de Investigaciones Josefinas, 2ª ed., Valladolid 1966, p. 137. — 17 Cfr. M. Gasnier, Los silencios de San José, Palabra, 5ª ed., Madrid 1988, pp. 137-138.


 DOLORES Y GOZOS (I)

— El Señor ilumina siempre a quien actúa con rectitud de intención.
     El misterio de la concepción virginal de María.

— Nacimiento de Jesús, en Belén. La Circuncisión.

— La profecía de Simeón.

I. Cuando contemplamos la vida de San José descubrimos que estuvo llena de penas y de alegrías, de dolores y de gozos. Es más, el Señor quiso enseñarnos a través de su vida que la felicidad nunca está lejos de la Cruz, y que cuando la oscuridad y el sufrimiento se llevan con sentido sobrenatural, no tardan en aparecer la claridad y la paz en el alma. Junto a Cristo, los dolores se tornan gozos.

El Evangelio nos habla del primer dolor y del primer gozo del Santo Patriarca. Escribe San Mateo: Estando desposada su Madre, María, con José, antes de que conviviesen, se encontró que había concebido en su seno por obra del Espíritu Santo1. José, conocía bien la santidad de su esposa, no obstante los signos de su maternidad. Y esto le llevó a estar en una situación de perplejidad, de oscuridad interior. Nadie como él, conocía la virtud y la bondad del corazón de María, y la amaba con un amor humano, limpio, purísimo, sin medida. Y, porque era justo, se sentía obligado a actuar con arreglo a la ley de Dios. Para evitar la infamia pública de María, decidió en su corazón dejarla privadamente. Fue para él, -como lo fue para María una durísima prueba que le desgarró su corazón.

Del mismo modo que fue inmenso el dolor en medio de la oscuridad, así debió ser inconmensurable el gozo, cuando vino la luz a su alma. Estando él considerando estas cosas... estas cosas que no entiende, en las que su alma está sin luz, que no puede comunicar a nadie. Encontrándose en esta situación, se le apareció un ángel en sueños y le dijo: José, hijo de David, no temas recibir a María, tu esposa, pues lo que en ella ha sido concebido es obra del Espíritu Santo2. Todas las dudas desaparecieron, todo tenía su explicación. Su alma, llena de paz, parecía el cielo claro y limpio después del paso de una gran borrasca. Recibe dos tesoros divinos, Jesús y María, que constituirán la razón de su vida. Le es dada la esposa más amable y digna, que es la Madre de Dios, y el Hijo de Dios, hecho hijo suyo por ser también Hijo de María. José, es ya otro: “se convirtió en el depositario del misterio escondido desde siglos en Dios (cfr. Ef 3, 9)3.

De este dolor y gozo primero podemos aprender que el Señor ilumina siempre a quien actúa con rectitud de intención y confianza en su Padre Dios, ante situaciones que superan la comprensión de la razón humana4. No siempre entendemos los planes de Dios, sus disposiciones concretas, el porqué de muchos acontecimientos; pero si confiamos en Él, después de la oscuridad de la noche vendrá siempre la claridad de la aurora. Y con ella la alegría y la paz del alma.

II. Meses más tarde, José, acompañado de María, se dirige a Belén para empadronarse, según el edicto de César Augusto5. Llegaron a esta ciudad muy cansados, después de tres o cuatro jornadas de camino; de modo especial la Virgen, por el estado en que se encontraba. Y allí, en el lugar de sus antepasados, no encontraron sitio para instalarse. No hubo lugar para ellos, en la posada, ni en las casas en las que San José, pidió alojamiento para el Hijo de Dios, que iba en el seno purísimo de María. Con la congoja en el alma, José debió de ir de casa en casa contando la misma historia: ...acabamos de llegar, mi esposa va a dar a luz... La Virgen, unos metros detrás, quizá con el borriquillo en el que harían gran parte del camino, contemplaba la misma negativa en una puerta y en otra. ¿Cómo podemos nosotros penetrar en el alma de San José, para contemplar una tristeza tan grande? ¡Con qué pena miraría a su esposa, cansada, con las sandalias y el vestido llenos del polvo del camino!

Es posible que alguien les indicara la existencia de unas cuevas naturales a la salida del pueblo. Y José, se dirigió a una de ellas, que servía de establo, seguido de la Virgen, que ya no puede dar un paso más. Y sucedió que, estando allí, le llegó la hora del parto, y dio a luz a su hijo primogénito y lo recostó en un pesebre...6.

Todas estas penas quedaron completamente olvidadas desde el momento en que María, puso en sus brazos al Hijo de Dios, que desde aquel momento era también hijo suyo. Y le besa y lo adora... Y junto a tanta pobreza y sencillez, la milicia celestial, que alababa a Dios diciendo: Gloria a Dios, en las alturas...7. José, también participó de la felicidad radiante de Aquella, que era su esposa, de la mujer maravillosa que le había sido confiada. Él vio cómo la Virgen, miraba a su Hijo; contempló su dicha, su amor desbordante, cada uno de sus gestos, tan llenos de delicadeza y significación8.

Nos enseñan este dolor y este gozo a comprender mejor que vale la pena servir a Dios, aunque encontremos dificultades, pobreza, dolor... Al final, una sola mirada de la Virgen, compensará con creces los pequeños sufrimientos, alguna vez un poco mayores, que tendremos que pasar por servir a Dios.

Cuando se cumplieron los ocho días para circuncidarle, le pusieron por nombre Jesús, como lo había llamado el ángel antes de que fuera concebido en el seno materno9. Mediante este rito, todo varón quedaba integrado en el pueblo elegido. Se realizaba en la casa paterna o en la sinagoga por el padre u otra persona. Con la circuncisión, se le imponía el nombre.

Si para los judíos este tenía un especial sentido, en el caso de Jesús, que significa Salvador, venía impuesto por el mismo Dios y comunicado a través del ángel, quien había dicho: Le impondrás por nombre Jesús, porque Él salvará a su pueblo de sus pecados10. Y había sido decretado por la Trinidad Santa, que el Hijo, viniese a la tierra y nos redimiera bajo el signo del dolor; era preciso que la imposición del nombre -que significaba la misión que iba a realizar estuviese acompañada de un comienzo de sufrimiento. Uniendo, pues, el gesto a la palabra, José inauguró el misterio de la Redención, haciendo verter las primeras gotas de esa sangre redentora que tendría todos sus efectos en la Pasión dolorosa11. Aquel Niño que lloraba al recibir su nombre iniciaba su oficio de Salvador.

San José sufrió al ver aquella primera sangre derramada, porque, conociendo la Escritura, sabía, aunque veladamente, que un día Aquel que ya era su hijo derramaría hasta la última gota de su Sangre para llevar a cabo lo que su nombre significaba. Se llenó también de gozo al tenerlo en sus brazos y poderle llamar Jesús, nombre que luego tantas veces repetiría lleno de respeto y de amor. Siempre se acordaría del misterio que encerraba.

III. Cumplidos los días de su purificación según la Ley de Moisés, lo llevaron a Jerusalén para presentarlo al Señor12. Allí, en el Templo, tuvo lugar la purificación de María, de una impureza legal en la que no había incurrido, y la presentación, la ofrenda de Jesús y su rescate, como estaba prescrito en la Ley de Moisés. En el Templo, movido por el Espíritu Santo, vino al encuentro de la Sagrada Familia un hombre justo ya anciano. Tomó en sus brazos al Mesías, con inmensa alegría, y alabó a Dios.

Simeón, les anuncia que aquel Niño, de pocos días será signo de contradicción, porque algunos se obstinarán en rechazarlo, y señala también que María, habría de estar íntimamente unida a la obra redentora de su Hijo: una espada atravesaría su corazón. La espada de que les habló Simeón, expresa la participación de María, en los sufrimientos de su Hijo; es un dolor inenarrable, que traspasa su alma. María, vislumbró enseguida la inmensidad del sacrificio de su Hijo y, por lo mismo, su propio sacrificio. Dolor inmenso, sobre todo, porque en aquel momento en que es llamada Corredentora, sabe que algunos no querrán participar de las gracias del sacrificio de su Hijo. El anuncio de Simeón, “la espada en el corazón de María -y añadimos inmediatamente: en el corazón de José, que es uno con ella, cor unum et anima una no es más que el reflejo de la lucha por o contra Jesús. María, está, así, asociada (...) al drama de los cien actos diversos que será la historia de los hombres. Pero para nosotros es evidente que también José, está asociado a ello, en la medida en que a un padre le es posible estar asociado a la vida de su hijo, en la medida en que un esposo fiel y amante puede estar asociado a todo lo que atañe a su esposa”13. Mucho más en el caso de San José: cuando oyó a Simeón, también una espada atravesó su corazón.

Aquel día se descorrió un poco más el velo del misterio de la Salvación, que llevaría a cabo aquel Niño, que se le había confiado. Por aquella nueva ventana abierta en su alma contempló el dolor del Hijo y de su esposa. Y los hizo suyos. Nunca olvidaría ya las palabras que oyó aquella mañana en el Templo.

Junto a este dolor, la alegría de la profecía de la redención universal: Jesús, estaba puesto ante la faz de todos los pueblos, sería la luz que ilumine a los gentiles y la gloria de Israel. Ninguna pena más grande que el ver la resistencia a la gracia; ninguna alegría es comparable a ver que la Redención, se está realizando hoy y que son muchos los que se acercan a Cristo. ¿No hemos participado quizá de este gozo cuando un amigo nuestro se ha acercado de nuevo a Dios, en el sacramento de la Penitencia o se decide a dedicar su vida a Dios, sin condiciones?

“¡Oh Santísima y Amantísima Virgen! –le pedimos a Nuestra Señora–, ayúdanos a compartir los sufrimientos de Jesús, como Tú lo hiciste y a sentir en nuestro corazón un horror profundo al pecado, un deseo más intenso de santidad, un amor más generoso a Jesús y a su cruz, para que, como Tú, reparemos con nuestro amor ardiente y compasivo sus inmensos padecimientos y humillaciones”14. San José, nuestro Padre y Señor, ayúdanos con tu intercesión poderosa a llevar a Jesús, a muchos que andan alejados o, al menos, no lo suficientemente cerca, como Él, desea.

1 Mt 1, 18. — 2 Mt 1, 20. — 3 Juan Pablo II, Exhor. Apost. Redemptoris custos, 15-VIII-1989, 5. — 4 Cfr. Sagrada Biblia, Santos Evangelios, EUNSA, Pamplona 1983, nota a Mt 1, 20. — 5 Cfr. Lc 2, 1. — 6 Lc 2, 6-7. — 7 Lc 13-14. — 8 Cfr. F. Suárez, José, esposo de María, p. 109. — 9 Lc 2, 21. — 10 Mt 1, 21. — 11 Cfr. M. Gasnier, Los silencios de San José, p. 101. — 12 Lc 2, 22. — 13 L. Cristiani, San José, Patrón de la Iglesia universal, Rialp, Madrid 1978, p. 66. — 14 A. Tanquerey, La divinización del sufrimiento, p. 116.


5º Domingo de San José

DOLORES Y GOZOS (II)

— Huida a Egipto.

— La vuelta a Nazareth.

— Jesús perdido y hallado en el Templo.

I. Un día, instalada ya probablemente en una casa modesta de Belén, la Sagrada Familia, recibió la inesperada y sorprendente visita de los Magos, con sus dones de homenaje al Niño Dios. Pero enseguida, después que se marcharon estos ilustres personajes, un ángel del Señor, se apareció en sueños a José y le dijo: Levántate, toma al niño y a su madre, huye a Egipto y estate allí hasta que yo te diga, porque Herodes, va a buscar al niño para matarlo1.

A la gran alegría de la visita de aquellos hombres importantes, siguió el abandono de la casa recién instalada y de la pequeña clientela que ya tendría José, en Belén, el dirigirse a un país extraño y desconocido para él y, sobre todo, el temor a Herodes, que buscaba al Niño para matarlo. Una vez más, la claridad y la penumbra en que Dios, deja tantas veces a los que elige: junto a unas alegrías que no tienen comparación posible, sufrimientos grandes. Dios, no quiere a los suyos lejos de la alegría ni tampoco de la Cruz2. El Señor, “amador de los hombres -señala San Juan Crisóstomo, al comentar este pasaje mezclaba trabajos y dulzuras, estilo que Él, sigue con todos los santos. Ni los peligros ni los consuelos nos los da continuos, sino que de unos y otros va Él, entretejiendo la vida de los justos. Tal hizo con José”3.

La Sagrada Familia se puso en camino enseguida, como había dicho el ángel, y llevarían lo indispensable para el camino. “Porque José, era pobre, le fue fácil partir a la primera señal. ¡Su fortuna no era para él, ningún obstáculo! Ninguna clase de impedimenta, habrían dicho los latinos. Empuña su bastón de viaje, su humilde montura –la que le asigna la tradición: un burro y en ella, se va sin más con María, y el Niño–Dios. Pasará inadvertido por esa misma pobreza. Y porque José, además de su pobreza, practica la humildad y la obediencia en sus más altos grados, obedece sin retrasos y sin queja a las órdenes celestiales”4.

Mientras tanto, muchos niños menores de dos años de toda aquella comarca dieron su vida por Jesús, sin saberlo. Este martirio les abrió enseguida las puertas del Cielo y gozan ahora de una felicidad eterna contemplando a la Sagrada Familia. Sus madres fueron santificadas por el dolor que sufrieron en sus almas, y se convirtió para ellas, en instrumento de salvación.

San José, con esfuerzo grande, quizá en los comienzos sin saber si tendría con qué alimentar a la Sagrada Familia, al día siguiente, hubo de reconstruir de nuevo su hogar. Después de un tiempo, encontraría una estabilidad, pues pondría todos los medios humanos a su alcance para que así fuera. A pesar de encontrarse en tierra extraña, aquel tiempo, quizá años, José, tuvo el gozo y la alegría de la convivencia con Jesús y María, que tendría presente el resto de sus días. Quizá más tarde, de nuevo en Nazareth, recordarían aquella época como “los años de Egipto” y hablarían de las preocupaciones y sufrimientos del viaje y de los primeros meses, pero también de la paz que gozaron ellos, los padres, al ver a Jesús, que crecía y aprendía las primeras oraciones de sus labios.

Jesús, aparece junto a la Cruz, desde los comienzos, y, con Él, las personas que más amaba y quienes más le amaban, María y José. El Santo Patriarca, sufrió, pero no se impacientó ante esos planes divinos difíciles de entender; tampoco nosotros “debernos sorprendernos demasiado por la contradicción, el dolor o la injusticia, ni tampoco perder por ello la serenidad. Todo está previsto”5.

II. La Sagrada Familia permaneció en Egipto, hasta la muerte de Herodes6Muerto Herodes, un ángel del Señor se apareció en sueños a José, en Egipto y le dijo: Levántate, toma al niño y a su madre y vete a tierra de Israel; pues han muerto ya los que atentaban contra la vida del niño7. Así lo hizo José; pero “en las diversas circunstancias de su vida, el Patriarca, no renuncia a pensar, ni hace dejación de su responsabilidad. Al contrario: coloca al servicio de la fe, toda su experiencia humana. Cuando vuelve de Egipto oyendo que Arquelao reinaba en Judea, en lugar de su padre Herodes, temió ir allá (Mt 2, 22). Ha aprendido a moverse dentro del plan divino y, como confirmación de que efectivamente Dios, quiere eso que él entrevé, recibe la indicación de retirarse a Galilea”8. Y se fue a vivir a una ciudad llamada Nazareth...9.

José levanta una vez más su hogar y pretende dirigirse a Judea, con toda probabilidad a Belén, de donde partieron para Egipto. Pero Dios Padre, tampoco en esta ocasión quiso ahorrar las dificultades, el miedo, a los que más quería en la tierra. Por el camino debió de enterarse José, de que Arquelao, que tenía la misma fama de ambición y de crueldad que su padre, reinaba en Judea. Y él llevaba un tesoro, demasiado valioso para exponerlo a cualquier peligro, y temió ir allá. Mientras reflexionaba dónde sería más conveniente para Jesús, instalarse -siempre es Jesús, lo que motiva las decisiones de su vida, fue avisado en sueños y marchó a la región de Galilea. En Nazareth, encontró antiguos amigos y parientes, se adaptó a una nueva tierra, la suya, y vivió con Jesús y María, unos años de felicidad y de paz.

Nosotros pedimos a María y a José que, para amar más a Dios, sepamos aprovechar las contrariedades y dificultades que la vida lleva consigo y que no nos desconcertemos si, por querer seguir al Señor, un poco más de cerca, nos sentimos a veces más próximos a la Cruz, como una bendición y signo de predilección divina. “¡Oh Virgen bendita, que supiste aprovecharte tan bien de tu permanencia en tierra extranjera, ayúdanos a servirnos bien de la nuestra en este valle de lágrimas! Que a ejemplo tuyo ofrezcamos a Dios nuestros trabajos, molestias y dolores para que Jesucristo, reine más íntimamente en nuestras almas y en las almas de nuestros prójimos”10. A San José, le pedimos que nos haga fuertes en las dificultades, mirando siempre a Jesús, que también está muy cerca de nosotros. Él será nuestra fuerza.

III. En el último dolor y gozo contemplamos a Jesús perdido y hallado en el Templo.

Estaba prescrito en la Ley que todos los israelitas debían realizar una peregrinación al Templo de Jerusalén, en las tres fiestas principales: Pascua, Pentecostés y los Tabernáculos. Esta prescripción obligaba a partir de los doce años. Cuando se vivía a más de una jornada de camino, bastaba con que acudieran en una de ellas. La Ley nada decía de las mujeres, pero la costumbre era que acompañasen al marido. María y José, como buenos israelitas, iban todos los años a Jerusalén para la fiesta de la Pascua. Cuando Jesús, cumplió los doce años subió a Jerusalén, con sus padres11. Para el viaje, cuando se tardaba más de una jornada, se reunían varias familias y hacían juntos el camino. Nazareth distaba cuatro o cinco jornadas de Jerusalén.

Una vez terminada la fiesta, que duraba una semana, las pequeñas caravanas se volvían a reunir en las afueras de la ciudad y emprendían el regreso. Los hombres iban en una, y las mujeres formaban otra; los niños hacían el camino indistintamente con una u otra. Hombres y mujeres, se reunían al anochecer para la comida de la tarde.

Cuando María y José, se reunieron al finalizar la primera etapa del viaje, notaron enseguida la ausencia de Jesús. Al principio creyeron que iba en algún otro grupo, y se pusieron a buscarle. ¡Nadie había visto a Jesús, durante el viaje! La siguiente jornada, entera, la pasaron indagando sobre el Niño: hicieron un día de camino buscándolo entre parientes y conocidos. ¡Nadie tenía la menor noticia! María y José, estaban con el corazón encogido, llenos de angustia y de dolor. ¿Qué podía haber ocurrido? Aquella noche antes de volver a Jerusalén debió de ser terrible para ellos. Al día siguiente, muy temprano, regresaron a Jerusalén, y allí preguntaron por todas partes. ¿Dónde estaba Jesús? ¿Qué había ocurrido? Preguntan, describen a su hijo, pero nadie sabe nada. “Prosiguen su búsqueda -él con el rostro contraído, ella curvada por el dolor enseñando a las generaciones futuras cómo hay que comportarse cuando se tiene la desgracia de perder a Jesús”12.

Quizá lo peor de todo fue el aparente silencio de Dios. Ella, la Virgen, era la preferida de Dios; él, José, había sido escogido para velar por ambos y tenía, también, experiencias de la intervención de Dios, en los asuntos de los hombres. ¿Cómo, al cabo de dos días de clamar al Cielo, de buscar incesantemente y cada vez con mayor ansiedad, el Cielo permanecía mudo a sus súplicas y a sus sufrimientos?13. A veces Dios calla en nuestra vida, parece que lo hemos perdido. Unas veces, por nuestra culpa; otras, parece que Él, se esconde para que le busquemos. “Jesús: que nunca más te pierda...”14, le decimos en la intimidad de nuestro corazón.

Al tercer día, cuando parecían agotadas ya todas las posibilidades, encontraron a Jesús. Imaginemos el gozo que inundaría las almas de María y de José, sus rostros resplandecientes al volver a casa con el autor de la alegría, con el mismo Dios, que se había perdido y que acababan de encontrar. Llevarían al Niño, en medio de los dos, como temiendo perderle de nuevo; o, al menos -si no temían perderle queriendo gozar más de su presencia, de la que durante tres jornadas habían estado privados: tres días que les habían parecido siglos por la amargura del dolor.

“Jesús: que nunca más te pierda...”. A San José le pedimos que nunca perdamos a Jesús, por el pecado, que no se oscurezca nuestra mirada por la tibieza, para tener claro su amable rostro. Le pedimos que nos enseñe a buscarlo con todas las fuerzas –como lo único necesario– si alguna vez tenemos la desgracia de perderlo.

1 Mt 2, 13. — 2 Cfr. Sagrada Biblia, Santos Evangelios, EUNSA, Pamplona 1983, nota a Mt 2, 14. — 3 San Juan Crisóstomo, Homilías sobre San Mateo, 8. — 4 L. Cristiani, San José, Patrón de la Iglesia universal, p. 78. — 5 F. Suárez, José, esposo de María, p. 168. — 6 Mt 2, 14. — 7 Mt 2, 19. — 8 San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 42. — 9 Mt 2, 23. — 10 A. Tanquerey, La divinización del sufrimiento, p. 120. — 11 Cfr. Lc 2, 41-42. — 12 M. Gasnier. Los silencios de San José, p. 129. — 13 Cfr. F. Suárez, o. c., p. 190. — 14 San Josemaría Escrivá, Santo Rosario, quinto misterio gozoso.


6º Domingo de San José


MUERTE Y GLORIFICACIÓN DE SAN JOSÉ

— Muerte del Santo Patriarca, entre Jesús y María. Patrono de la buena muerte.

— Glorificación de San José.

— Petición de vocaciones.

I. Muy bienaventurado fue José, asistido en su hora postrera por el mismo Señor y por su Madre... Vencedor de esta mortalidad, aureoladas sus sienes de luz, emigró a la Casa del Padre...1.

Había llegado la hora de dejar este mundo y, con él, los tesoros, Jesús y María, que le estaban encomendados y a quienes, con la ayuda de Dios, les procuró lo necesario con su trabajo diario. Había cuidado del Hijo de Dios, le había enseñado su oficio y ese sin fín de cosas que un padre desmenuza con pequeñas explicaciones a su hijo. Terminó su oficio paterno, que ejerció fielmente: con la máxima fidelidad. Consumó la tarea que debía llevar a cabo.

No sabemos en qué momento tuvo lugar la muerte del Santo Patriarca. Cuando Jesús tenía doce años es la última vez que aparece en vida en los Evangelios. También parece cierto que el hecho de la muerte debió de tener lugar antes de que Jesús, comenzara el ministerio público. Al volver Jesús, a Nazareth para predicar, la gente se preguntaba: ¿Pero no es este el hijo de María?2. De ordinario no se hacía referencia directa de los hijos a la madre, sino cuando ya había muerto el cabeza de familia. Cuando es invitada María, a las bodas de Caná, al comienzo de la vida pública, no se nombra a José, lo que sería insólito según las costumbres de la época si el Santo Patriarca, viviera aún. Tampoco se menciona a lo largo de la vida pública del Señor. Sin embargo, los habitantes de Nazareth llaman en cierta ocasión a Jesús, el hijo del carpintero, lo que puede indicar que no había pasado mucho tiempo desde su muerte, pues aquellos todavía le recuerdan. José, no aparece en el momento en que Jesús, está a punto de expirar. Si hubiera vivido aún, Jesús, no habría confiado el cuidado de su Madre al Apóstol predilecto. Los autores están conformes en admitir que la muerte de San José tuvo lugar poco tiempo antes del ministerio público de Jesús.

No pudo tener San José, una muerte más apacible, rodeado de Jesús y de María, que piadosamente le atendían. Jesús, le confortaría con palabras de vida eterna. María, con los cuidados y atenciones llenos de cariño que se tienen con un enfermo al que se quiere de verdad. “La piedad filial de Jesús, le acogió en su agonía. Le diría que la separación sería corta y que pronto se volverían a ver. Le hablaría del convite celestial, al que iba a ser invitado por el Padre Eterno, cuyo mandatario era en la tierra: “Siervo bueno y fiel, la jornada de trabajo ha terminado para ti. Vas a entrar en la casa celestial para recibir tu salarlo. Porque tuve hambre y me diste de comer. No tenía morada y me acogiste. Estaba desnudo y me vestiste...3.

Jesús y María, cerraron los ojos de José, prepararon su cuerpo para la sepultura... El que más tarde lloraría sobre la tumba de su amigo Lázaro, vertería lágrimas ante el cuerpo del que por tantos años se había desvivido por Él, y por su Madre. Y los que le vieron llorar, pronunciarían quizá las mismas palabras que en Betania: ¡Mirad cómo le amaba!

Es lógico que San José, haya sido proclamado Patrono de la buena muerte, pues nadie ha tenido una muerte más apacible y serena, entre Jesús y María. A él acudiremos cuando ayudemos a otros en sus últimos momentos. A él pediremos ayuda cuando vayamos a partir hacia la Casa del Padre. Él nos llevará de la mano ante Jesús y María.

II. San José, goza de la gloria máxima, después de la Santísima Virgen4, como corresponde a su santidad en la tierra, en la que gastó su vida en favor del Hijo de Dios y de su Madre Santísima. Por otra parte, “si Jesús honró en vida a José más que a todos los demás, llamándole padre, también le ensalzaría por encima de todos, después de su muerte5.

Inmediatamente después de su muerte, el alma de San José, iría al seno de Abrahán, donde los patriarcas y los justos de todos los tiempos aguardaban la redención que había comenzado. Allí les anunciaría que el Redentor, estaba ya en la tierra y que pronto se abrirían las puertas del Cielo. “Y los justos se estremecerían de esperanza y de agradecimiento. Rodearían a José y entonarían un cántico de alabanza que ya no se interrumpiría en los siglos venideros6.

Muchos autores piensan, con argumentos sólidos, que el cuerpo de San José, unido a su alma, se encuentra también glorioso en el Cielo, compartiendo con Jesús y con María, la eterna bienaventuranza. Consideran que la plena glorificación de San José, tuvo lugar probablemente después de la resurrección de Jesús. Uno de los fundamentos en que se basa esta doctrina, moralmente unánime desde el siglo XVI, es el dato que aporta San Mateo, de los sucesos que ocurrieron a la muerte del Señor: ...muchos cuerpos de los santos, que habían muerto, resucitaron7. Doctores de la Iglesia y teólogos, piensan que Jesús, al escoger una escolta de resucitados para afirmar su propia resurrección y dar más realce a su triunfo sobre la muerte, incluiría en primer lugar a su padre adoptivo. ¡Cómo sería el nuevo encuentro de Jesús y de San José! “El glorioso patriarca –afirma San Francisco de Sales– tiene en el Cielo un crédito grandísimo con aquel que tanto le favoreció, conduciéndole al Cielo en cuerpo y alma (...). ¿Cómo iba a negarle esta gracia quien toda la vida le obedeció? Yo creo que José, viendo a Jesús (...), le diría: “Señor mío, acuérdate de que cuando bajaste del Cielo a la tierra te recibí en mi familia y en mi casa, y cuando apareciste sobre el mundo te estreché con ternura entre mis brazos. Ahora tómame en los tuyos y, como te alimenté y te conduje durante tu vida mortal, cuida tú de conducirme a la vida eterna”8. Jesús se sentiría dichosísimo al complacerle.

En cierta ocasión, San Josemaría Escrivá, Fundador del Opus Dei, respondía con estas palabras a un chico joven, que le preguntaba directamente dónde estaría el cuerpo de San José: “En el Cielo, hijo mío, en el Cielo. Si hubo muchos santos que resucitaron –lo dice la Escritura– cuando resucitó el Señor, entre ellos estaría, seguro, San José.” A la misma pregunta respondía en otra ocasión: “Hoy es sábado; podemos fijarnos en los misterios gloriosos (...). Al contemplar rápidamente el cuarto misterio, la Asunción de Nuestra Señora, piensa que la Tradición nos dice que San José, murió antes, asistido por la Santísima Virgen y por Nuestro Señor. Es seguro, porque lo dice la Sagrada Escritura, que –cuando Cristo salió vivo del sepulcro– con Él resucitaron muchos justos, que subieron con Él al Cielo (...). ¿No es lógico que quisiera tener a su lado al que le había servido de padre en la tierra?”9.

Así podemos contemplar hoy al Santo Patriarca, al considerar el cuarto misterio glorioso del Santo Rosario: le vemos con su cuerpo glorioso, de nuevo junto a Jesús y María, intercediendo por nosotros en cualquier necesidad en que nos encontremos.

Fecit te Deus quasi patrem Regis et dominum universae domus eiusTe hizo Dios como padre del Rey y como señor de toda su casa. Ruega por nosotros10.

III. “Piadosamente se puede admitir, pero no asegurar –enseña San Bernardino de Siena– que el piadosísimo Hijo de Dios, Jesús, honrase con igual privilegio que a su Santísima Madre a su padre nutricio; del mismo modo que a esta la subió al Cielo gloriosa en cuerpo y alma, así también el día de su resurrección unió consigo al santísimo José en la gloria de la Resurrección; para que, como aquella Santa Familia –Cristo, la Virgen y José– vivió junta en laboriosa vida y en gracia amorosa, así ahora en la gloria feliz reine con el cuerpo y alma en los Cielos”11.

Los teólogos que sostienen esta doctrina, cada vez más general, aducen otras razones de conveniencia: la dignidad especialísima de San José, por la misión que le tocó ejercer en la tierra y la fidelidad singular con que lo hizo, se vería más confirmada con este privilegio; el amor indecible que Jesús y María profesan al Santo Patriarca parece pedir que le hagan ya partícipe de su resurrección, sin esperar al fin de los tiempos; a la santidad sublime de San José, que tanto antecede y excede a los demás santos, conviene una participación anticipada del premio final de todos; la afinidad con Jesús y María, el trato íntimo que tuvo con la Humanidad del Redentor, parecen exigir mayor exención de la corrupción del sepulcro; la misión singularísima de San José, como Patrono universal de la Iglesia, le coloca en una esfera superior a todos los cristianos, y esto parece reclamar que él no entre en igualdad de condiciones con los demás en la sujeción a la muerte, sino que, en una especial posesión de la plena inmortalidad, ejerza su patrocinio universal12.

San José cumplió en la tierra fidelísimamente la misión que Dios le había encomendado. Su vida fue una entrega constante y sin reservas a su vocación divina, en bien de la Sagrada Familia y de todos los hombres13. Ahora, en el Cielo, su corazón sigue albergando “una singular y preciosa simpatía para toda la humanidad”14, pero de modo muy particular para todos aquellos que, por una vocación específica, se entregan plenamente a servir sin condiciones al Hijo de Dios en medio de su trabajo profesional, como él lo hizo. Pidámosle hoy que sean muchos quienes reciban la vocación a una entrega plena y que respondan generosamente a la llamada; que Dios otorgue ese honor inmenso a aquellos hijos, hermanos, parientes o amigos que, por circunstancias determinadas, podrían encontrarse más cerca de recibir esa llamada del Señor.

Al Santo Patriarca le pedimos que todos los cristianos seamos buenos instrumentos para hacer llegar esa voz clara del Señor a las almas, pues la mies sigue siendo abundante y los obreros pocos15.

1 Liturgia de las Horas, Himno Iste quem laeti. — 2 Cfr. Mc 6, 1. — 3 M. Gasnier, Los silencios de San José, p. 179. — 4 Cfr. B. Llamera, Teología de San José, p. 298. — 5 Isidoro de Isolano, Suma de los dones de San José, IV, 3. — 6 Ibídem, p. 181. — 7 Mt 27, 52. — 8 San Francisco de Sales, Sermón sobre San José, 7; en Obras selectas de..., BAC, Madrid 1953, vol. 1, p. 351. — 9 Cit. por L. Mª Herrán, La devoción a San José en la vida y enseñanzas de Monseñor Escrivá de Balaguer, Palabra, Madrid 1981, p. 46. — 10 Cfr. Liturgia de las Horas, Solemnidad de San José, Responsorio a la Segunda lectura. — 11 San Bernardino de Siena, Sermón sobre San José, 3. — 12 Cfr. B. Llamera, o. c., pp. 305-306. — 13 Cfr. Juan Pablo II, Exhor. Apost. Redemptoris custos, 15-VIII-1989, 17. — 14 Pablo VI, Homilía 19-III-1969. — 15 C

7º Domingo de San José

PATROCINIO DE SAN JOSÉ

— Intercesión de los santos.

— Acudir a San José en todas las necesidades.

— Patrocinio del Santo Patriarca sobre toda la Iglesia y sobre cada cristiano en particular.

I. El Magisterio de la Iglesia ha declarado en repetidas ocasiones que los santos en el Cielo ofrecen a Dios los méritos que alcanzaron en la tierra por quienes todavía nos encontramos en camino. También enseña que es bueno y provechoso invocarles, no solo en común, sino particularmente, poniéndolos por intercesores ante el Señor1. Santo Tomás explica la mediación de los santos diciendo que esta no se debe a la imperfección de la misericordia divina, ni que convenga mover su clemencia mediante esta intercesión, sino para que se guarde en las cosas el orden debido, ya que ellos son los más cercanos a Dios2. Pertenece a su gloria prestar ayuda a los necesitados, y así se constituyen en cooperadores de Dios, “por encima de lo cual no hay nada más divino”3.

Aunque los santos no están en estado de merecer, pueden pedir en virtud de los méritos que alcanzaron en la vida, los cuales ponen delante de la misericordia divina. Piden también presentando nuestras súplicas, reforzadas por las de ellos, y ofreciendo de nuevo a Dios las obras buenas que hicieron en la tierra4, que duran para siempre. Aunque ya no merecen para sí –el tiempo de merecimiento terminó con la muerte–, sin embargo sí están “en estado de merecer para otros, o mejor, de ayudarlos por razón de sus méritos anteriores, ya que, mientras vivieron, merecieron ante Dios que sus oraciones fuesen escuchadas después de la muerte”5. Las ayudas ordinarias y extraordinarias que nos consiguen los santos dependen del grado de santidad y de unión con Dios que lograron, de la perfección de su caridad6, de los méritos que alcanzaron en su vida terrena, de la devoción con que se les invoca “o porque Dios quiere declarar su santidad”7. La intercesión de algunos de ellos es especialmente eficaz en algunas causas y necesidades: para lograr que una persona alejada de Dios se acerque al sacramento de la Penitencia, en las necesidades familiares, en el trabajo, en la enfermedad...8. No se aparta de la verdad la piedad de las almas sencillas que encomiendan a determinados santos una necesidad específica. La intercesión de los santos “depende muy particularmente de los méritos accidentales que adquirieron en sus diversos estados y ocupaciones de la vida -enseña Santo Tomás El que mereció extraordinariamente padeciendo una enfermedad o desempeñando un oficio particular, debe tener especial virtud para ayudar a aquellos que padecen y le invocan en la misma enfermedad o se ejercitan en el mismo oficio y cumplen los mismos deberes”9.

Santa Teresa de Jesús, hablando de la eficacia de la intercesión de San José, señala que así como a otros santos parece que Dios, les otorgó la capacidad de interceder por alguna necesidad en particular, “a este glorioso santo tengo experiencia que socorre en todas y que el Señor, quiere darnos a entender que ansí como le fue sujeto en la tierra –que como tenía nombre de padre siendo ayo, le podía mandar– ansí en el Cielo hace cuanto le pide”10. No dejemos de acudir a él, en tantas necesidades como tenemos, principalmente en las de aquellos que tenemos encomendados.

II. Por su santidad y por los méritos singulares que adquirió el Santo Patriarca, en el cumplimiento de su misión de fiel custodio de la Sagrada Familia, su intercesión es la más poderosa de todas, si exceptuamos la de la Santísima Virgen, y es, además, la más universal, extendiéndose a las necesidades, tanto espirituales como materiales, y a cada hombre en cualquier estado en que se encuentre. “De igual modo que la lámpara doméstica que difunde una luz familiar y tranquila -señalaba Pablo VI, pero íntima y confidencial, invitando a la vigilancia laboriosa y llena de graves pensamientos, conforta del tedio del silencio y del temor a la soledad (...), la luz de la piadosa figura de San José, difunde sus rayos benéficos en la Casa de Dios, que es la Iglesia, la llena de humanísimos e inefables recuerdos de la venida a la escena de este mundo del Verbo de Dios, hecho hombre por nosotros y como nosotros, que vivió la protección, la guía y la autoridad del pobre artesano de Nazareth, y la ilumina con el incomparable ejemplo que caracteriza al santo más afortunado de todos por su gran comunión de vida con Cristo y María, por su servicio a Cristo, por su servicio por amor”11.

Jesús y María, con su ejemplo en Nazareth, nos invitan a recurrir a San José. Su conducta es modelo de lo que debe ser la nuestra. Con la frecuencia, amor y veneración con que acudían a él y recibían sus servicios, han proclamado la seguridad y confianza con que hemos de implorar nosotros su ayuda poderosa. Cuando “nos lleguemos a José para implorar su auxilio, no titubeemos ni temamos, sino tengamos fe firme, que tales ruegos han de ser gratísimos al Dios inmortal y a la Reina de los ángeles”12. Nuestra Señora, después de Dios, a nadie amó más que a San José, su esposo, que la ayudó, la protegió, y gustosamente le estuvo sometida. ¿Quién puede imaginar la eficacia de la súplica dirigida por José a la Virgen su esposa, en cuyas manos el Señor ha depositado todas las gracias? De aquí la comparación que se complacen en repetir los autores: “como Cristo es el mediador único ante el Padre, y el camino para llegar a Cristo es María, su Madre, así el camino seguro para llegar a María es San José: De José a María, de María a Cristo y de Cristo al Padre”13.

La Iglesia busca en San José, el mismo apoyo, la fortaleza, la defensa y la paz que supo proporcionar a la Sagrada Familia de Nazareth14, que fue como el germen en el que ya se encontraba contenida toda la Iglesia. El patrocinio de San José, se extiende de modo más particular a la Iglesia universal, a las almas que aspiran a la santidad en medio del trabajo ordinario, a las familias cristianas y a los que se encuentran próximos a dejar este mundo camino a la Casa del Padre.

“Quiere mucho a San José, quiérele con toda tu alma, porque es la persona que, con Jesús, más ha amado a Santa María y el que más ha tratado a Dios: el que más le ha amado, después de nuestra Madre.

“-Se merece tu cariño, y te conviene tratarle, porque es, Maestro".

Tomado de:

Los Siete Domingos de San José

Publicado el 30/01/22 www.Iesvs.org

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