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Los Siete Domingos de San José
1er Domingo de San José
VOCACION Y SANTIDAD DE SAN JOSÉ
- El más grande de los santos.
- “A los que Dios elige para algo, los prepara y dispone de tal modo que sean idóneos para ello”.
- Nuestra propia vocación: “porque tenemos la gracia del Señor, podremos superar todas las dificultades”.
I. Comenzamos hoy esta antigua costumbre de preparar, con siete semanas de antelación, la festividad del Santo Patriarca, que tuvo a su cargo en la tierra a Jesús y a María. En cada uno de estos domingos, procuraremos meditar la vida de San José, llena de enseñanzas, fomentaremos su devoción y nos acogeremos a su patrocinio.
San José, después de María, es el mayor de los santos en el Cielo, según enseña comúnmente la doctrina católica (1). El humilde carpintero de Nazaret sobresale en gracia y en bienaventuranza por encima de los patriarcas, de los profetas, de San Juan el Bautista, de San Pedro, de San Pablo, de todos los Apóstoles, santos mártires y doctores de la Iglesia (2). Ocupa en la Plegaria eucarística I (Canon Romano) del misal el primer lugar, después de Nuestra Señora.
Al Santo Patriarca le han sido encomendados, de un modo real y misterioso, los cristianos de todas las épocas. Así lo expresan las bellísimas Letanías de San José aprobadas por la Iglesia, que resumen todas sus prerrogativas: San José, ilustre descendiente de David, luz de los patriarcas, esposo de la Madre de Dios (...), modelo de los que trabajan, honor de la vida doméstica, guardián de las vírgenes, sostén de las familias, consolación de los afligidos, esperanza de los enfermos, patrono de los moribundos, terror de los demonios, protector de la Iglesia santa... Salvo a María, a ninguna otra criatura podemos dirigir tantas alabanzas. La Iglesia entera reconoce en San José a su protector y patrono. Este patrocinio “es necesario a la Iglesia no sólo como defensa contra los peligros que surgen, sino también y sobre todo como aliento en su renovado empeño de evangelización en el mundo y de reevangelización en aquellos "países y naciones, en los que (... ) la religión y la vida cristiana fueron florecientes y" que "están ahora sometidos a dura prueba". Para llevar el primer anuncio de Cristo y para volver a llevarlo allí donde está descuidado u olvidado, la Iglesia tiene necesidad de un especial poder desde lo alto (cfr. Lc 24, 49; Hech 1, 8), don ciertamente del Espíritu del Señor, no desligado de la intercesión y del ejemplo de sus Santos” (3). Muy especialmente del más grande de todos ellos.
A lo largo de estas siete semanas, en las que preparamos su fiesta, podemos renovar y enriquecer esta sólida devoción y obtener muchas gracias y ayudas del Santo Patriarca. Son días para acercarnos más a él, para tratarle y amarle. “Quiere mucho a San José, quiérele con toda tu alma, porque es la persona que, con Jesús, más ha amado a Santa María y el que más ha tratado a Dios: el que más le ha amado, después de nuestra Madre.
“-Se merece tu cariño, y te conviene tratarle, porque es Maestro de vida interior, y puede mucho ante el Señor y ante la Madre de Dios” (4). Aprovechemos particularmente en estos días este poder de intercesión, encomendándole aquello que más nos preocupa, de lo que tenemos más necesidad.
II. A San José se le puede aplicar el principio formulado por Santo Tomás a propósito de la plenitud de gracia y de la santidad de María: “A los que Dios elige para algo, los prepara y dispone de tal modo que sean idóneos para ello” (5).
Por esto, la Virgen Santísima, llamada a ser Madre de Dios, recibió, junto con la inmunidad de la culpa original, desde el mismo instante de su Concepción una plenitud de gracia que superaba ya la gracia final de todos los santos juntos. María, la más cercana a la fuente de toda gracia, se benefició de ella más que ninguna otra criatura (6). Y después de María, nadie estuvo más cerca de Jesús que San José, que hizo las veces de padre suyo aquí en la tierra. Después de María, nadie recibió una misión tan singular como José, nadie le amó más, nadie le prestó más servicios... Ningún otro estuvo más cerca del misterio de la Encarnación del Hijo de Dios. “Precisamente José de Nazaret "participó" en este misterio como ninguna otra persona, a excepción de María, la Madre del Verbo Encarnado. Él participó en este misterio junto con ella, comprometido en la realidad del mismo hecho salvífico, siendo depositario del mismo amor, por cuyo poder el eterno Padre, nos predestinó a la adopción de hijos suyos por Jesucristo (Ef 1, 5)” (7).
El alma de José, debió ser preparada con singulares dones para que llevara a cabo una misión tan extraordinaria, como la de ser custodio fiel de Jesús y de María. ¿Cómo no iba a ser excepcional la criatura a quien Dios, encomendó lo que más quería de este mundo? El ministerio de San José, fue de tal importancia que todos los ángeles juntos no sirvieron tanto a Dios, como José, solo (8).
Un autor antiguo enseña que San José, participó de la plenitud de Cristo, de un modo incluso más excelente y perfecto que los Apóstoles, pues “participaba de la plenitud divina en Cristo: amándole, viviendo con Él, escuchándole, tocándole. Bebía y se saciaba en la fuente superabundante de Cristo, formándose en su interior un manantial que brotaba hasta la vida eterna.
“Participó de la plenitud de la Santísima Virgen, de un modo singular: por su amor conyugal, por su mutua sumisión en las obras y por la comunicación de sus consolaciones interiores. La Santísima Virgen, no pudo consentir que San José, estuviese privado de su perfección, alegría y consuelos. Era bondadosísima, y por la presencia de Cristo y de los ángeles gozaba de alegrías ocultas a todos los mortales, que sólo podía comunicar a su esposo amantísimo, para que en medio de sus trabajos tuviese un consuelo divino; y así, mediante esta comunicación espiritual con su esposo, la Madre, intacta cumplía el precepto del Señor, de ser dos en una sola carne” (9).
“Oh José! - le decimos con una oración que sirve para prepararnos a celebrar la Santa Misa o a asistir a ella- varón bienaventurado y feliz, a quien fue concedido ver y oír al Dios, a quien muchos reyes quisieron ver y oír, y no oyeron ni vieron. Y no sólo verle y oírle, sino llevarlo en brazos, besarlo, vestirlo y custodiarlo: ruega por nosotros” (10). Atiéndenos en aquello que en estos días te pedimos, y que dejamos en tus manos para que tú lo presentes ante Jesús, que tanto te amó y a quien tanto amaste en la tierra y ahora amas y adoras en el Cielo. Él, no te niega nada.
III. Enseña San Bernardino de Siena, siguiendo a Santo Tomás, que “cuando, por gracia divina, Dios, elige a alguno para una misión muy elevada, le otorga todos los dones necesarios para llevar a cabo esta misión, lo que se verifica en grado eminente en San José, padre nutricio de Nuestro Señor Jesucristo y esposo de María” (11). La santidad consiste en cumplir la propia vocación. Y en San José, ésta consistió, principalmente, en preservar la virginidad de María, contrayendo con Ella, un verdadero matrimonio, pero santo y virginal. El Angel del Señor, le dijo: José, hijo de David, no temas recibir contigo a María, tu mujer, pues lo que en Ella, ha nacido es obra del Espíritu Santo (12). María, es su esposa, y José, la amó con el amor más puro y delicado que podamos imaginar.
Con relación a Jesús, José veló sobre Él, le protegió, le enseñó su oficio, contribuyó a su educación... “Se le llama su padre nutricio y también padre adoptivo, pero estos nombres no pueden expresar plenamente esta relación misteriosa y llena de gracia. Un hombre, se convierte accidentalmente en padre adoptivo o en padre nutricio de un niño, mientras que José, no se convirtió accidentalmente en el padre nutricio del Verbo encarnado; fue creado y puesto en el mundo con ese fin; es el objeto primero de su predestinación y la razón de todas las gracias” (13). Ésa fue su vocación: ser padre adoptivo de Jesús y esposo de María; sacar adelante, muchas veces con sacrificio y dificultades, a aquella familia.
San José, fue tan santo porque correspondió fidelísimamente a las gracias que recibió para cumplir una misión tan singular. Nosotros podemos meditar hoy junto al Santo Patriarca, en la vocación en medio del mundo que también hemos recibido y en las gracias necesarias que continuamente nos da el Señor, para vivirla fielmente.
Nunca debemos olvidar que a quienes Dios, elige para algo, los prepara y dispone de tal modo que sean idóneos para ello. ¿Dudamos cuando encontramos dificultades para llevar a cabo lo que Dios, quiere de nosotros: sostener a la familia, vivir la entrega generosa que el Señor, nos pide, vivir el celibato apostólico, si ha sido esa la inmensa gracia que Dios, ha querido para nosotros?, ¿seguimos el razonamiento lógico de que “porque tengo la gracia de Dios, porque tengo una vocación, podré superar todos los obstáculos”?, ¿me crezco ante las dificultades, apoyándome en Dios? “Lo has visto con claridad: mientras tanta gente no le conoce, Dios, se ha fijado en ti. Quiere que seas fundamento, sillar, en el que se apoye la vida de la Iglesia.
“Medita esta realidad, y sacarás muchas consecuencias prácticas para tu conducta ordinaria: el fundamento, el sillar -quizá sin brillar, oculto- ha de ser sólido, sin fragilidades; tiene que servir de base para el sostenimiento del edificio... ; si no, se queda aislado” (14). San José, que fue cimiento seguro en el que descansaron Jesús y María, nos enseña hoy a ser firmes en nuestra peculiar vocación, de la que dependen la fe y la alegría de tantos. Él, nos ayudará a ser siempre fieles, si acudimos frecuentemente a su patrocinio. Sancte Ioseph... , ora pro nobis... , ora pro me, le podemos repetir muchas veces en el día de hoy.
(1) Cfr. LEON XIII, Enc. Quanquam pluries, 15-VIII-1899.- (2) Cfr. SAN BERNARDINO DE SIENA, Sermón I sobre San José .- (3) JUAN PABLO II, Exhort. Apost. Redemptoris custos, 15-VIII-1989, 19.- (4) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Forja, n. 554.- (5) SANTO TOMAS, Suma Teológica, 3, q. 27, a. 4, c.- (6) Ibídem, a. 5.- (7) JUAN PABLO II, Ibídem, 2.- (8) Cfr. B. LLAMERA, Teología de San José, BAC, Madrid 1953, p. 186.- (9) ISIDORO DE ISOLANO -siglo XVI-, Suma de los dones de San José, III, 17.- (10) Preces selectae, Adamas Verlag, Colonia 1987, p. 12.- (11) SAN BERNARDINO DE SIENA, loc. cit.- (12) Mt 1, 20; Lc 2, 5.- (13) R. GARRIGOU-LAGRANGE, La Madre del Salvador, p. 389.- (14) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Forja, n. 472.
2º Domingo de San José
LAS VIRTUDES DE SAN JOSÉ
— Humildad del Santo
Patriarca.
— Fe, esperanza y amor.
— Sus virtudes humanas.
I. En este segundo domingo
dedicado a San José podemos contemplar las virtudes por las cuales el Santo
Patriarca, es modelo para nosotros, que, como él, llevamos una vida corriente de
trabajo. San Mateo, al presentar al Santo Patriarca, escribe: José, su
esposo, como era justo...1. Esta es la alabanza y la definición
que el Evangelio hace de San José: hombre justo. Esta justicia no
es solo la virtud que consiste en dar a cada uno lo que se le debe: es también
santidad, práctica habitual de la virtud, cumplimiento de la voluntad de Dios.
El concepto de justo en el Antiguo Testamento, es el mismo que
el Evangelio, expresa con el término santo. Justo, es el que tiene un
corazón puro y es recto en sus intenciones, es el que en su conducta observa
todo lo prescrito con relación a Dios, al prójimo y a sí Mismo...2.
José fue justo en todas las acepciones de la palabra; en él se
dieron en plenitud todas las virtudes, en una vida sencilla, sin relieve humano
especial.
Al considerar las virtudes
del Santo Patriarca, ocultas en ocasiones a los ojos de los hombres pero
resplandecientes siempre a los ojos de Dios, hemos de tener en cuenta que estas
cualidades a veces no son valoradas por aquellos que solo viven en la superficie
de las cosas y de los acontecimientos. Es un hábito frecuente entre los hombres
“darse enteramente a lo de fuera y descuidar lo interior; trabajar contra
reloj; aceptar la apariencia y despreciar lo efectivo y lo sólido; preocuparse
demasiado por lo que parecen y no pensar qué es lo que deben ser. De aquí que
las virtudes que se estimen sean las que entran en juego en los negocios y en
el comercio de los hombres; muy al contrario, las virtudes interiores y ocultas
en las que el público, no toma parte, en donde todo pasa entre Dios y el hombre,
no solo no se siguen, sino que incluso no se comprenden. Y sin embargo, en este
secreto radica todo el misterio de la virtud verdadera (...). José, hombre
sencillo, buscó a Dios; José, hombre desprendido, encontró a Dios; José, hombre
retirado, gozó de Dios”3. Nuestra vida, como la del Santo Patriarca,
consiste en buscar a Dios, en el quehacer diario, encontrarle, amarle y
alegrarnos en su amor.
La primera virtud que se
manifiesta en la vida de San José, es la humildad, al descubrir la
grandeza de su vocación y la propia poquedad. Alguna vez, al terminar la tarea
o en medio de ella, mientras miraba a Jesús, cerca de él, se preguntaría: ¿por
qué me eligió Dios, a mí y no a otro?, ¿qué tengo yo para haber recibido este encargo
divino? Y no encontraría respuesta, porque la elección para una misión divina
es siempre asunto del Señor. Él, es el que llama y da gracia abundante para que
los instrumentos sean idóneos. Hemos de tener en cuenta que “el nombre de José, significa, en hebreo, Dios añadirá. Dios, añade, a la vida santa de
los que cumplen su voluntad, dimensiones insospechadas: lo importante, lo que
da su valor a todo, lo divino. Dios, a la vida humilde y santa de José, añadió
–si se me permite hablar así– la vida de la Virgen María y la de Jesús, Señor
Nuestro. Dios no se deja nunca ganar en generosidad. José podía hacer suyas las
palabras que pronunció Santa María, su Esposa: Quia fecit mihi magna
qui potens est, ha hecho en mí cosas grandes Aquel que es
todopoderoso, quia respexit humilitatem, porque se fijó en mi
pequeñez (Lc 1, 48-49).
“José era efectivamente un
hombre corriente, en el que Dios se confió para obrar cosas grandes”4.
El conocimiento de su
llamada, la enormidad de la gracia recibida y su gratuidad confirmaron la
humildad de José. Su vida estuvo siempre llena de agradecimiento a Dios y de
admiración ante el encargo recibido. Eso mismo espera el Señor de nosotros:
mirar los acontecimientos a la luz de la propia vocación, vivida en su más
plena radicalidad5, admirarnos una y otra vez ante tanto don de Dios
y agradecer la bondad del Señor que nos llama a trabajar en su viña.
II. No le hizo
vacilar la incredulidad ante la promesa de Dios, sino que, fortalecido por la
fe, dio gloria a Dios6.
La fe de José, a pesar de
la oscuridad del misterio, se mantuvo siempre firme, precisamente porque fue
humilde. La palabra de Dios transmitida por el Ángel le esclarece la concepción
virginal del Salvador, y José creyó con sencillez de corazón. Pero la oscuridad
no debió de tardar en reaparecer: José era pobre, dependía de su trabajo ya
cuando recibe la revelación sobre el misterio de la Maternidad divina de María;
y resulta aún más pobre cuando viene Jesús al mundo, No puede ofrecer un lugar
digno para el nacimiento del Hijo del Altísimo, pues no los reciben en ninguna
de las casas ni en la posada de Belén; y José sabe que aquel Niño es el Señor,
Creador de cielos y tierra. Después, la fe de José se pondría de nuevo a prueba
en la huida precipitada a Egipto... El Dios fuerte huye de Herodes. ¡Cuántas
veces nuestra fe habrá de reafirmarse ante acontecimientos en los que se pone
de manifiesto que la lógica de Dios es, en tantas ocasiones, distinta de la
lógica de los hombres! San José supo ver a Dios en cada acontecimiento, y para
esto fue precisa una gran santidad, resultado de la continua correspondencia a
las gracias que recibía.
La esperanza se puso de
manifiesto en su anhelo creciente ante la llegada del Redentor, que había de
estar a su cuidado. Más tarde esta virtud se ejercitó desde los primeros días
de Jesús Niño, cuando le vio crecer a su lado, y se preguntaría muchas veces
cuándo se manifestaría como Mesías al mundo. Su amor a Jesús y a María,
alimentado por la fe y la esperanza, creció de día en día. Nadie les quiso
tanto como él. Y este amor se manifestaba en su vida diaria: en la manera de
trabajar, en el trato con los vecinos y clientes...
III. ... como era
justo...
La gracia hace que cada
hombre llegue a su plenitud, según el plan previsto por Dios; y no solo sana
las heridas de la naturaleza humana, sino que la perfecciona. Los innumerables
dones que recibió San José para cumplir la misión recibida de Dios y su
perfecta correspondencia hicieron del Santo Patriarca un hombre lleno de
virtudes humanas y sobrenaturales. “De las narraciones evangélicas se desprende
la gran personalidad humana de José (...). Yo me lo imagino -decía San
Josemaría Escrivá joven, fuerte, quizá con algunos años más que Nuestra Señora,
pero en la plenitud de la edad y de la energía humana”7.
Su justicia, su santidad
delante de Dios se traslucía en su hombría de bien delante de los hombres. San
José era un hombre bueno, en toda la plenitud de esta palabra: un hombre del
que los demás se podían fiar; leal con los amigos, con los clientes; honrado,
cobrando lo justo, realizando a conciencia los encargos que recibía. Dios se
fió de él hasta el punto de encomendarle a su Madre y a su Hijo. Y no quedó
defraudado.
La vida de San José estuvo
llena de trabajo, primero en Nazaret, luego quizá en Belén, en Egipto y
después de nuevo en Nazaret. Todos le conocieron por su laboriosidad y
espíritu de servicio, que debió tener una extraordinaria importancia en la
formación de un carácter recio, como se comprueba en las diversas
circunstancias en las que aparece en el Evangelio. No podía ser de otra manera
quien en todo secundó con tanta prontitud los planes de Dios y se vio sometido
a pruebas difíciles, según nos relata el Evangelio de San Mateo.
Su oficio en aquella época
requería destreza y habilidad. En Palestina, un “carpintero” era un hombre
hábil, singularmente hábil y muy estimado8. Construía objetos tan
diversos, y tan necesarios y útiles, como vigas, arcas donde guardar la ropa,
mesas, sillas, las tablas donde se amasaba la harina antes de llevarla al
horno, yugos, artesas... Y utilizaba instrumentos tan distintos como la sierra,
el cepillo, la garlopa, el escoplo, la lima, el formón, la azuela, el
martillo... Sabía encolar, ensamblar... Conocía bien las diferentes maderas: su
calidad, su dureza, para qué era más apropiada cada una...
Según aparece en el
Evangelio, las virtudes humanas y sobrenaturales de San José se pueden resumir
en pocas palabras: fue un hombre justo. Justo ante Dios y justo
ante los hombres. Eso se debería decir de cada uno de nosotros. Eso es lo que
Dios espera de todos.
Su justicia se manifestaba
en un corazón puro e irreprochable, en un oído dispuesto para captar el querer
divino y llevarlo a cabo. Era una persona agradable y cordial en el trato,
atento a las necesidades de sus amigos y vecinos, amable con todos, alegre.
Aunque el Evangelio no ha conservado ninguna palabra suya, sí nos ha descrito
sus obras: acciones sencillas, cotidianas, en las que se reflejaban su santidad
y su amor, y que deben ser el espejo donde frecuentemente nos miremos nosotros,
que hemos de santificar una vida normal, como la del Santo Patriarca. “Se
trata, en definitiva, de la santificación de la vida cotidiana, que cada uno
debe alcanzar según el propio estado y que puede ser fomentada según un modelo
accesible a todos: “San José es el modelo de los humildes, que el cristianismo
eleva a grandes destinos; San José es la prueba de que para ser buenos y
auténticos seguidores de Cristo no se necesitan grandes cosas, sino que se
requieren solamente las virtudes comunes, humanas, sencillas, pero verdaderas y
auténticas” (Pablo VI, Alocución, 19-III-1969)”9.
1 Cfr. Mt 1, 18. — 2 Cfr.
J. Dheilly, Diccionario bíblico, Herder, Barcelona 1970, voz Justicia,
p. 694 ss. — 3 Bossuet, Segundo panegírico de San José,
exordio. — 4 San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa,
40. — 5 Cfr. Juan Pablo II, Exhor. Apost. Christifideles
laici, 30-XII-1988, 2. — 6 Liturgia de las Horas. Solemnidad
de San José, Responsorio de la Primera lectura. — 7 San
Josemaría Escrivá, o. c., 40. — 8 Cfr. H.
Daniel-Rops, Vida cotidiana en Palestina, Hachette, París 1961, p,
295. — 9 Juan Pablo II, Exhor. Apost, Redemptoris
custos, 15-VIII-1989, 24
— Matrimonio entre San José y Nuestra Señora. El «guardián de su virginidad».
— El amor purísimo de José.
— La paternidad del Santo
Patriarca sobre Jesús.
I. A todos los santos, se
les suele conocer por una cualidad, por una virtud en la que son especialmente
modelo para los demás cristianos y en la que sobresalieron de una manera
particular: San Francisco de Asís, por su pobreza; el Santo Cura de Ars es
modelo del sacerdote entregado al servicio de las almas; Santo Tomás Moro, se
distingue por la fidelidad a sus obligaciones como ciudadano y por la fortaleza
para no ceder en su fe, que le llevó al martirio... De San José, nos dice San
Mateo: José, el esposo de María1. De ahí le vino su
santidad y su misión en la vida. Nadie, excepto Jesús, quiso tanto a Nuestra
Señora, nadie la protegió mejor. Ningún otro ha gastado su vida por el Salvador
como lo hizo San José.
La Providencia, quiso que
Jesús, naciera en el seno de una familia verdadera. José, no fue un mero protector
de María, sino su esposo. Entre los judíos, el matrimonio constaba de dos actos
esenciales, separados por un período de tiempo: los esponsales y
las nupcias. Los primeros no eran simplemente la promesa de una
unión matrimonial futura, sino que constituían ya un verdadero matrimonio. El
novio depositaba las arras en manos de la mujer, y se seguía una fórmula de
bendición. Desde este momento la novia recibía el nombre de esposa
de... La costumbre fijaba el plazo de un año como intermedio entre
los esponsales y las nupcias. En ese tiempo, la
Virgen, recibió la visita del Ángel, y el Hijo de Dios, se encarnó en su seno; a
San José, le fue revelado en sueños el misterio divino que se había obrado en
Nuestra Señora y se le pidió que aceptara a María, como esposa en su casa. «Despertado
José, del sueño, hizo como el ángel del Señor, le había mandado, y tomó consigo a
su mujer (Mt 1, 24). Él, la tomó en todo el misterio de su
maternidad; la tomó junto con el Hijo, que llegaría al mundo por obra del
Espíritu Santo, demostrando de tal modo una disponibilidad de voluntad,
semejante a la de María, en orden a lo que Dios, le pedía por medio de su
mensajero»2.
Esta segunda parte era como
la perfección del contrato matrimonial y entrega mutua que ya se había
realizado. La esposa -según la costumbre era llevada a la casa del esposo en
medio de grandes festejos y de singular regocijo3. Ante todos, el
enlace era válido desde los esponsales, y su fruto reconocido como legítimo.
El objeto de la unión
matrimonial, son los derechos que recíprocamente se otorgan los cónyuges sobre
sus cuerpos, en orden a la generación. Estos derechos existían en la unión de
María y de José, (si no hubieran existido, tampoco se hubiera dado un verdadero
matrimonio), aunque ellos, de mutuo acuerdo, habían renunciado a su ejercicio;
y esto, por una inspiración y gracias muy particulares que Dios, derramaría
sobre sus almas. La exclusión de los derechos habría anulado el matrimonio,
pero no lo anulaba el propósito de no usar de tales derechos. Todo se llevó a
cabo en un ambiente delicadísimo, que nosotros entendemos bien, cuando lo
miramos con un corazón puro. José, virgen por la Virgen, la custodió con
extrema delicadeza y ternura4.
Santo Tomás, señala diversas
razones por las cuales convenía que la Virgen estuviera casada con José, en
matrimonio verdadero5: para evitar la infamia de cara a los vecinos
y parientes cuando vieran que iba a tener un hijo; para que Jesús, naciera en el
seno de una familia y fuera tomado como legítimo por quienes no conocían el
misterio de su concepción sobrenatural; para que ambos encontraran apoyo y
ayuda en José; para que fuera oculta al diablo la llegada del Mesías; para que
en la Virgen, fueran honrados a la vez el matrimonio y la virginidad... Nuestra
Señora quiso a José, con un amor intenso y purísimo de esposa. Ella, que le
conoció bien, desea que busquemos en él apoyo y fortaleza. En María y José
tienen los esposos el ejemplo acabado de lo que deben ser el amor y la
delicadeza. En ellos encuentran también su imagen perfecta quienes han
entregado a Dios, todo su amor, indiviso corde, en un celibato
apostólico o en la virginidad, vividos en medio del mundo, pues «la virginidad
y el celibato por el Reino de Dios, no solo no contradicen la dignidad del
matrimonio, sino que la presuponen y la confirman. El matrimonio y la
virginidad son dos modos de expresar y de vivir el único Misterio de la Alianza
de Dios con su pueblo»6.
II. En Nazareth, se
desposaron José y María, y allí tuvo lugar el inefable misterio de la
Encarnación del Verbo de Dios. Con los desposorios, María, recibió una dote
integrada –según la costumbre7– por alguna joya de no mucho valor,
vestidos y muebles. Recibió un pequeño patrimonio, en el que quizá habría un
poco de terreno... Tal vez todo ello no montara mucho, pero cuando se es pobre
se aprecia más. Siendo José, carpintero, le prepararía los mejores muebles que
había fabricado hasta entonces. Como ocurre en los pueblos no demasiado
grandes, la noticia debió correr de boca en boca: «María se ha desposado con
José, el carpintero». La Virgen quiso aquellos esponsales, a pesar de haber
hecho entrega a Dios, de su virginidad. «Lo sencillo es pensar -escribe Lagrange
que el matrimonio con un hombre como José, la ponía al abrigo de instancias,
renovadas sin cesar, y aseguraría su tranquilidad»8. Hemos de pensar
que José y María se dejaron guiar en todo por las mociones e inspiraciones
divinas. A ellos, como a nadie, se les puede aplicar aquella verdad que expone
Santo Tomás: «a los justos es familiar y frecuente ser inducidos a obrar en
todo por inspiración del Espíritu Santo»9. Dios siguió muy de cerca
aquel cariño humano entre María y José, y lo alentó con la ayuda de la gracia
para dar lugar a los esponsales entre ambos.
Cuando José, supo que el
hijo que María, llevaba en su seno era fruto del Espíritu Santo, que Ella, sería
la Madre del Salvador, la quiso más que nunca, «pero no como un hermano, sino
con un amor conyugal limpio, tan profundo que hizo superflua toda cualquier
relación carnal, tan delicado que le convirtió no solo en testigo de la pureza
virginal de María -virgen antes del parto, en el parto y después del parto,
como nos lo enseña la Iglesia sino en su custodio»10. Dios Padre
preparó detenidamente la familia virginal en la que nacería su Hijo Unigénito.
No es nada probable que
José, fuera mucho mayor que la Virgen, como frecuentemente se le ve pintado en
los lienzos, con la buena intención de destacar la perpetua virginidad de
María, pues «para vivir la virtud de la castidad, no hay que esperar a ser
viejo o a carecer de vigor. La pureza nace del amor y, para el amor limpio, no
son obstáculos la robustez y la alegría de la juventud. Joven era el corazón y
el cuerpo de San José, cuando contrajo matrimonio con María, cuando supo del
misterio de su Maternidad divina, cuando vivió junto a Ella, respetando la
integridad que Dios, quería legar al mundo, como una señal más de su venida
entre las criaturas»11.
Ese es el amor que nosotros
–cada uno en el estado en el que le ha llamado Dios– pedimos al Santo
Patriarca; ese amor «que ilumina el corazón»12 para llevar a
cabo con alegría la tarea que nos ha sido encomendada.
III. Los Evangelios nombran
a San José, como padre en repetidas ocasiones13.
Este era, sin duda, el nombre que habitualmente utilizaba Jesús, en la intimidad
del hogar de Nazareth, para dirigirse al Santo Patriarca. Jesús, fue considerado
por quienes le conocían como hijo de José14. Y, de
hecho, él ejerció el oficio de padre dentro de la Sagrada
Familia: al imponer a Jesús, el nombre, en la huida a Egipto, al elegir el lugar
de residencia a su vuelta... Y Jesús, obedeció a José, como a padre: Bajó
con ellos y vino a Nazareth y les estaba sujeto...15.
Jesús, fue concebido
milagrosamente por obra del Espíritu Santo y nació virginalmente para María, y
para José, por voluntad divina. Dios, quiso que Jesús, naciera dentro de una
familia y estuviera sometido a un padre y a una madre y cuidado por ellos. Y de
la misma manera que escogió a María, para que fuese su Madre, escogió también a
José, para que fuera su padre, cada uno en el terreno que le competía16.
San José, tuvo para Jesús, verdaderos sentimientos de padre; la gracia encendió en aquel corazón bien
dispuesto y preparado un amor ardiente hacia el Hijo de Dios y hacia su esposa,
mayor que si se hubiera tratado de un hijo por naturaleza. José, cuidó de Jesús, amándole como a su hijo y adorándole como a su Dios. Y el espectáculo -que
tenía constantemente ante sus ojos de un Dios, que daba al mundo su amor
infinito era un estímulo para amarle más y más y para entregarse cada vez más,
con una generosidad sin límites.
Amaba a Jesús, como si
realmente lo hubiera engendrado, como un don misterioso de Dios, otorgado a su
pobre vida humana. Le consagró sin reservas sus fuerzas, su tiempo, sus
inquietudes, sus cuidados. No esperaba otra recompensa que poder vivir cada vez
mejor esta entrega de su vida. Su amor era a la vez dulce y fuerte, tranquilo y
ferviente, emotivo y tierno. Podemos representárnoslo tomando al Niño en sus
brazos, meciéndole con canciones, acunándole para que duerma, fabricándole
pequeños juguetes, estando con Él, como hacen los padres, prodigándole sus
caricias como actos de adoración y testimonio más profundo de afecto17.
Constantemente vivió sorprendido de que el Hijo de Dios, hubiera querido ser
también su hijo. Hemos de pedirle que sepamos nosotros quererle y tratarle como
él, lo hizo.
1 Mt 1, 16. — 2 Juan
Pablo II, Exhor. Apost. Redemptoris custos, 15-VIII-1989, 3.
— 3 F. M. William, Vida de María, Herder,
Barcelona 1974, p. 59 ss. — 4 Cfr. San Agustín, Tratado
sobre la virginidad, 1, 4. — 5 Santo Tomás, Suma
Teológica. 3, q. 29, a. 1. — 6 Juan Pablo II, Exhor.
Apost. Familiaris consortio, 22-XII-1981, 16. — 7 Cfr.
F. M. William, o. c., p. 66. — 8 J. Mª
Lagrange, Evangile selon Saint Lucas, 3ª ed., París 1923, p. 33.
— 9 Cfr. Santo Tomás, o. c., 3, q. 36, a. 5. c y
ad 2. — 10 F. Suárez, José, esposo de María,
Rialp, 3ª ed., Madrid 1988, p. 50. — 11 San Josemaría Escrivá,
Es Cristo que pasa, 40. — 12 Santo Tomás, Sobre la
caridad, en Escritos de catequesis, p. 205. — 13 Lc 2,
27; 33; 41; 48. — 14 Cfr. Lc 3, 23. — 15 Lc 2,
51. — 16 Cfr. José Antonio del Niño Jesús, San José,
su misión, su tiempo, su vida. Centro Español de Investigaciones Josefinas,
2ª ed., Valladolid 1966, p. 137. — 17 Cfr. M. Gasnier, Los
silencios de San José, Palabra, 5ª ed., Madrid 1988, pp. 137-138.
— El Señor ilumina siempre
a quien actúa con rectitud de intención.
El misterio de la concepción virginal
de María.
— Nacimiento de Jesús, en
Belén. La Circuncisión.
— La profecía de Simeón.
I. Cuando contemplamos la vida
de San José descubrimos que estuvo llena de penas y de alegrías, de dolores y
de gozos. Es más, el Señor quiso enseñarnos a través de su vida que la
felicidad nunca está lejos de la Cruz, y que cuando la oscuridad y el
sufrimiento se llevan con sentido sobrenatural, no tardan en aparecer la
claridad y la paz en el alma. Junto a Cristo, los dolores se tornan gozos.
El Evangelio nos habla del
primer dolor y del primer gozo del Santo Patriarca. Escribe San Mateo: Estando
desposada su Madre, María, con José, antes de que conviviesen, se encontró que
había concebido en su seno por obra del Espíritu Santo1. José, conocía bien la santidad de su esposa, no obstante los signos de su maternidad.
Y esto le llevó a estar en una situación de perplejidad, de oscuridad interior.
Nadie como él, conocía la virtud y la bondad del corazón de María, y la amaba
con un amor humano, limpio, purísimo, sin medida. Y, porque era justo, se
sentía obligado a actuar con arreglo a la ley de Dios. Para evitar la infamia
pública de María, decidió en su corazón dejarla privadamente. Fue para él, -como
lo fue para María una durísima prueba que le desgarró su corazón.
Del mismo modo que fue
inmenso el dolor en medio de la oscuridad, así debió ser inconmensurable el
gozo, cuando vino la luz a su alma. Estando él considerando estas
cosas... estas cosas que no entiende, en las que su alma está sin luz,
que no puede comunicar a nadie. Encontrándose en esta situación, se le apareció
un ángel en sueños y le dijo: José, hijo de David, no temas recibir a
María, tu esposa, pues lo que en ella ha sido concebido es obra del Espíritu
Santo2. Todas las dudas desaparecieron, todo tenía su
explicación. Su alma, llena de paz, parecía el cielo claro y limpio después del
paso de una gran borrasca. Recibe dos tesoros divinos, Jesús y María, que
constituirán la razón de su vida. Le es dada la esposa más amable y digna, que
es la Madre de Dios, y el Hijo de Dios, hecho hijo suyo por ser también Hijo de
María. José, es ya otro: “se convirtió en el depositario del misterio escondido
desde siglos en Dios (cfr. Ef 3, 9)”3.
De este dolor y gozo
primero podemos aprender que el Señor ilumina siempre a quien actúa con
rectitud de intención y confianza en su Padre Dios, ante situaciones que
superan la comprensión de la razón humana4. No siempre entendemos
los planes de Dios, sus disposiciones concretas, el porqué de muchos
acontecimientos; pero si confiamos en Él, después de la oscuridad de la noche
vendrá siempre la claridad de la aurora. Y con ella la alegría y la paz del alma.
II. Meses más tarde, José,
acompañado de María, se dirige a Belén para empadronarse, según el edicto de
César Augusto5. Llegaron a esta ciudad muy cansados, después de tres
o cuatro jornadas de camino; de modo especial la Virgen, por el estado en que se
encontraba. Y allí, en el lugar de sus antepasados, no encontraron sitio para
instalarse. No hubo lugar para ellos, en la posada, ni en las casas en las que
San José, pidió alojamiento para el Hijo de Dios, que iba en el seno purísimo de
María. Con la congoja en el alma, José debió de ir de casa en casa contando la
misma historia: ...acabamos de llegar, mi esposa va a dar a luz... La Virgen,
unos metros detrás, quizá con el borriquillo en el que harían gran parte del
camino, contemplaba la misma negativa en una puerta y en otra. ¿Cómo podemos
nosotros penetrar en el alma de San José, para contemplar una tristeza tan
grande? ¡Con qué pena miraría a su esposa, cansada, con las sandalias y el
vestido llenos del polvo del camino!
Es posible que alguien les indicara
la existencia de unas cuevas naturales a la salida del pueblo. Y José, se
dirigió a una de ellas, que servía de establo, seguido de la Virgen, que ya no
puede dar un paso más. Y sucedió que, estando allí, le llegó la hora
del parto, y dio a luz a su hijo primogénito y lo recostó en un pesebre...6.
Todas estas penas quedaron
completamente olvidadas desde el momento en que María, puso en sus brazos al
Hijo de Dios, que desde aquel momento era también hijo suyo. Y le besa y lo
adora... Y junto a tanta pobreza y sencillez, la milicia celestial, que alababa
a Dios diciendo: Gloria a Dios, en las alturas...7. José, también participó de la felicidad radiante de Aquella, que era su esposa, de la
mujer maravillosa que le había sido confiada. Él vio cómo la Virgen, miraba a su
Hijo; contempló su dicha, su amor desbordante, cada uno de sus gestos, tan
llenos de delicadeza y significación8.
Nos enseñan este dolor y
este gozo a comprender mejor que vale la pena servir a Dios, aunque encontremos
dificultades, pobreza, dolor... Al final, una sola mirada de la Virgen, compensará con creces los pequeños sufrimientos, alguna vez un poco mayores,
que tendremos que pasar por servir a Dios.
Cuando se
cumplieron los ocho días para circuncidarle, le pusieron por nombre Jesús, como
lo había llamado el ángel antes de que fuera concebido en el seno materno9. Mediante
este rito, todo varón quedaba integrado en el pueblo elegido. Se realizaba en
la casa paterna o en la sinagoga por el padre u otra persona. Con la
circuncisión, se le imponía el nombre.
Si para los judíos este
tenía un especial sentido, en el caso de Jesús, que significa Salvador,
venía impuesto por el mismo Dios y comunicado a través del ángel, quien había
dicho: Le impondrás por nombre Jesús, porque Él salvará a su pueblo de
sus pecados10. Y había sido decretado por la Trinidad Santa, que
el Hijo, viniese a la tierra y nos redimiera bajo el signo del dolor; era
preciso que la imposición del nombre -que significaba la misión que iba a
realizar estuviese acompañada de un comienzo de sufrimiento. Uniendo, pues, el
gesto a la palabra, José inauguró el misterio de la Redención, haciendo verter
las primeras gotas de esa sangre redentora que tendría todos sus efectos en la
Pasión dolorosa11. Aquel Niño que lloraba al recibir su nombre
iniciaba su oficio de Salvador.
San José sufrió al ver
aquella primera sangre derramada, porque, conociendo la Escritura, sabía,
aunque veladamente, que un día Aquel que ya era su hijo derramaría hasta la
última gota de su Sangre para llevar a cabo lo que su nombre significaba. Se
llenó también de gozo al tenerlo en sus brazos y poderle llamar Jesús, nombre
que luego tantas veces repetiría lleno de respeto y de amor. Siempre se
acordaría del misterio que encerraba.
III. Cumplidos los
días de su purificación según la Ley de Moisés, lo llevaron a Jerusalén para
presentarlo al Señor12. Allí, en el Templo, tuvo lugar la purificación
de María, de una impureza legal en la que no había incurrido, y
la presentación, la ofrenda de Jesús y su rescate, como estaba
prescrito en la Ley de Moisés. En el Templo, movido por el Espíritu Santo, vino
al encuentro de la Sagrada Familia un hombre justo ya anciano. Tomó en sus
brazos al Mesías, con inmensa alegría, y alabó a Dios.
Simeón, les anuncia que
aquel Niño, de pocos días será signo de contradicción, porque
algunos se obstinarán en rechazarlo, y señala también que María, habría de estar
íntimamente unida a la obra redentora de su Hijo: una espada atravesaría
su corazón. La espada de que les habló Simeón, expresa la participación
de María, en los sufrimientos de su Hijo; es un dolor inenarrable, que traspasa
su alma. María, vislumbró enseguida la inmensidad del sacrificio de su Hijo y,
por lo mismo, su propio sacrificio. Dolor inmenso, sobre todo, porque en aquel
momento en que es llamada Corredentora, sabe que algunos no querrán participar
de las gracias del sacrificio de su Hijo. El anuncio de Simeón, “la espada en
el corazón de María -y añadimos inmediatamente: en el corazón de José, que es
uno con ella, cor unum et anima una no es más que el reflejo
de la lucha por o contra Jesús. María, está, así, asociada (...) al drama de los
cien actos diversos que será la historia de los hombres. Pero para nosotros es
evidente que también José, está asociado a ello, en la medida en que a un padre
le es posible estar asociado a la vida de su hijo, en la medida en que un
esposo fiel y amante puede estar asociado a todo lo que atañe a su esposa”13.
Mucho más en el caso de San José: cuando oyó a Simeón, también una espada
atravesó su corazón.
Aquel día se descorrió un
poco más el velo del misterio de la Salvación, que llevaría a cabo aquel Niño, que se le había confiado. Por aquella nueva ventana abierta en su alma
contempló el dolor del Hijo y de su esposa. Y los hizo suyos. Nunca olvidaría
ya las palabras que oyó aquella mañana en el Templo.
Junto a este dolor, la
alegría de la profecía de la redención universal: Jesús, estaba puesto ante
la faz de todos los pueblos, sería la luz que ilumine a los
gentiles y la gloria de Israel. Ninguna pena más grande que el ver la
resistencia a la gracia; ninguna alegría es comparable a ver que la Redención, se está realizando hoy y que son muchos los que se acercan a Cristo. ¿No hemos
participado quizá de este gozo cuando un amigo nuestro se ha acercado de nuevo
a Dios, en el sacramento de la Penitencia o se decide a dedicar su vida a Dios, sin condiciones?
“¡Oh Santísima y Amantísima
Virgen! –le pedimos a Nuestra Señora–, ayúdanos a compartir los sufrimientos de
Jesús, como Tú lo hiciste y a sentir en nuestro corazón un horror profundo al
pecado, un deseo más intenso de santidad, un amor más generoso a Jesús y a su
cruz, para que, como Tú, reparemos con nuestro amor ardiente y compasivo sus
inmensos padecimientos y humillaciones”14. San José, nuestro Padre y
Señor, ayúdanos con tu intercesión poderosa a llevar a Jesús, a muchos que andan
alejados o, al menos, no lo suficientemente cerca, como Él, desea.
1 Mt 1, 18. — 2 Mt 1,
20. — 3 Juan Pablo II, Exhor. Apost. Redemptoris
custos, 15-VIII-1989, 5. — 4 Cfr. Sagrada Biblia, Santos
Evangelios, EUNSA, Pamplona 1983, nota a Mt 1, 20. — 5 Cfr. Lc 2,
1. — 6 Lc 2, 6-7. — 7 Lc 13-14.
— 8 Cfr. F. Suárez, José, esposo de María, p. 109.
— 9 Lc 2, 21. — 10 Mt 1,
21. — 11 Cfr. M. Gasnier, Los silencios de San José,
p. 101. — 12 Lc 2, 22. — 13 L.
Cristiani, San José, Patrón de la Iglesia universal, Rialp, Madrid
1978, p. 66. — 14 A. Tanquerey, La divinización del
sufrimiento, p. 116.
5º Domingo de San José
DOLORES Y GOZOS (II)
— Huida a Egipto.
— La vuelta a Nazareth.
— Jesús perdido y hallado
en el Templo.
I. Un día, instalada ya
probablemente en una casa modesta de Belén, la Sagrada Familia, recibió la
inesperada y sorprendente visita de los Magos, con sus dones de homenaje al
Niño Dios. Pero enseguida, después que se marcharon estos ilustres personajes,
un ángel del Señor, se apareció en sueños a José y le dijo: Levántate,
toma al niño y a su madre, huye a Egipto y estate allí hasta que yo te diga,
porque Herodes, va a buscar al niño para matarlo1.
A la gran alegría de la
visita de aquellos hombres importantes, siguió el abandono de la casa recién
instalada y de la pequeña clientela que ya tendría José, en Belén, el dirigirse
a un país extraño y desconocido para él y, sobre todo, el temor a Herodes, que
buscaba al Niño para matarlo. Una vez más, la claridad y la
penumbra en que Dios, deja tantas veces a los que elige: junto a unas alegrías
que no tienen comparación posible, sufrimientos grandes. Dios, no quiere a los
suyos lejos de la alegría ni tampoco de la Cruz2. El Señor, “amador
de los hombres -señala San Juan Crisóstomo, al comentar este pasaje mezclaba
trabajos y dulzuras, estilo que Él, sigue con todos los santos. Ni los peligros
ni los consuelos nos los da continuos, sino que de unos y otros va Él, entretejiendo la vida de los justos. Tal hizo con José”3.
La Sagrada Familia se puso
en camino enseguida, como había dicho el ángel, y llevarían lo indispensable
para el camino. “Porque José, era pobre, le fue fácil partir a la primera señal.
¡Su fortuna no era para él, ningún obstáculo! Ninguna clase de impedimenta,
habrían dicho los latinos. Empuña su bastón de viaje, su humilde montura –la
que le asigna la tradición: un burro y en ella, se va sin más con María, y el
Niño–Dios. Pasará inadvertido por esa misma pobreza. Y porque José, además de
su pobreza, practica la humildad y la obediencia en sus más altos grados,
obedece sin retrasos y sin queja a las órdenes celestiales”4.
Mientras tanto, muchos
niños menores de dos años de toda aquella comarca dieron su vida por Jesús, sin
saberlo. Este martirio les abrió enseguida las puertas del Cielo y gozan ahora
de una felicidad eterna contemplando a la Sagrada Familia. Sus madres fueron
santificadas por el dolor que sufrieron en sus almas, y se convirtió para ellas, en instrumento de salvación.
San José, con esfuerzo
grande, quizá en los comienzos sin saber si tendría con qué alimentar a la
Sagrada Familia, al día siguiente, hubo de reconstruir de nuevo su hogar.
Después de un tiempo, encontraría una estabilidad, pues pondría todos los
medios humanos a su alcance para que así fuera. A pesar de encontrarse en
tierra extraña, aquel tiempo, quizá años, José, tuvo el gozo y la alegría de la
convivencia con Jesús y María, que tendría presente el resto de sus días. Quizá
más tarde, de nuevo en Nazareth, recordarían aquella época como “los años de
Egipto” y hablarían de las preocupaciones y sufrimientos del viaje y de los
primeros meses, pero también de la paz que gozaron ellos, los padres, al ver a
Jesús, que crecía y aprendía las primeras oraciones de sus labios.
Jesús, aparece junto a la
Cruz, desde los comienzos, y, con Él, las personas que más amaba y quienes más
le amaban, María y José. El Santo Patriarca, sufrió, pero no se impacientó ante
esos planes divinos difíciles de entender; tampoco nosotros “debernos
sorprendernos demasiado por la contradicción, el dolor o la injusticia, ni
tampoco perder por ello la serenidad. Todo está previsto”5.
II. La Sagrada Familia
permaneció en Egipto, hasta la muerte de Herodes6. Muerto
Herodes, un ángel del Señor se apareció en sueños a José, en Egipto y le dijo:
Levántate, toma al niño y a su madre y vete a tierra de Israel; pues han muerto
ya los que atentaban contra la vida del niño7. Así lo hizo José;
pero “en las diversas circunstancias de su vida, el Patriarca, no renuncia a
pensar, ni hace dejación de su responsabilidad. Al contrario: coloca al
servicio de la fe, toda su experiencia humana. Cuando vuelve de Egipto oyendo
que Arquelao reinaba en Judea, en lugar de su padre Herodes, temió ir allá (Mt 2,
22). Ha aprendido a moverse dentro del plan divino y, como confirmación de que
efectivamente Dios, quiere eso que él entrevé, recibe la indicación de retirarse
a Galilea”8. Y se fue a vivir a una ciudad llamada Nazareth...9.
José levanta una vez más su
hogar y pretende dirigirse a Judea, con toda probabilidad a Belén, de donde
partieron para Egipto. Pero Dios Padre, tampoco en esta ocasión quiso ahorrar
las dificultades, el miedo, a los que más quería en la tierra. Por el camino
debió de enterarse José, de que Arquelao, que tenía la misma fama de ambición y
de crueldad que su padre, reinaba en Judea. Y él llevaba un tesoro, demasiado
valioso para exponerlo a cualquier peligro, y temió ir allá.
Mientras reflexionaba dónde sería más conveniente para Jesús, instalarse
-siempre es Jesús, lo que motiva las decisiones de su vida, fue avisado en sueños
y marchó a la región de Galilea. En Nazareth, encontró antiguos amigos y
parientes, se adaptó a una nueva tierra, la suya, y vivió con Jesús y María, unos años de felicidad y de paz.
Nosotros pedimos a María y
a José que, para amar más a Dios, sepamos aprovechar las contrariedades y
dificultades que la vida lleva consigo y que no nos desconcertemos si, por
querer seguir al Señor, un poco más de cerca, nos sentimos a veces más próximos
a la Cruz, como una bendición y signo de predilección divina. “¡Oh Virgen
bendita, que supiste aprovecharte tan bien de tu permanencia en tierra
extranjera, ayúdanos a servirnos bien de la nuestra en este valle de lágrimas!
Que a ejemplo tuyo ofrezcamos a Dios nuestros trabajos, molestias y dolores
para que Jesucristo, reine más íntimamente en nuestras almas y en las almas de
nuestros prójimos”10. A San José, le pedimos que nos haga fuertes en
las dificultades, mirando siempre a Jesús, que también está muy cerca de
nosotros. Él será nuestra fuerza.
III. En el último dolor y
gozo contemplamos a Jesús perdido y hallado en el Templo.
Estaba prescrito en la Ley
que todos los israelitas debían realizar una peregrinación al Templo de
Jerusalén, en las tres fiestas principales: Pascua, Pentecostés y los
Tabernáculos. Esta prescripción obligaba a partir de los doce años. Cuando se
vivía a más de una jornada de camino, bastaba con que acudieran en una de
ellas. La Ley nada decía de las mujeres, pero la costumbre era que acompañasen
al marido. María y José, como buenos israelitas, iban todos los años a Jerusalén
para la fiesta de la Pascua. Cuando Jesús, cumplió los doce años subió a
Jerusalén, con sus padres11. Para el viaje, cuando se tardaba más de
una jornada, se reunían varias familias y hacían juntos el camino. Nazareth
distaba cuatro o cinco jornadas de Jerusalén.
Una vez terminada la
fiesta, que duraba una semana, las pequeñas caravanas se volvían a reunir en
las afueras de la ciudad y emprendían el regreso. Los hombres iban en una, y
las mujeres formaban otra; los niños hacían el camino indistintamente con una u
otra. Hombres y mujeres, se reunían al anochecer para la comida de la tarde.
Cuando María y José, se
reunieron al finalizar la primera etapa del viaje, notaron enseguida la
ausencia de Jesús. Al principio creyeron que iba en algún otro grupo, y se
pusieron a buscarle. ¡Nadie había visto a Jesús, durante el viaje! La siguiente
jornada, entera, la pasaron indagando sobre el Niño: hicieron un día de camino
buscándolo entre parientes y conocidos. ¡Nadie tenía la menor noticia! María y
José, estaban con el corazón encogido, llenos de angustia y de dolor. ¿Qué podía
haber ocurrido? Aquella noche antes de volver a Jerusalén debió de ser terrible
para ellos. Al día siguiente, muy temprano, regresaron a Jerusalén, y allí
preguntaron por todas partes. ¿Dónde estaba Jesús? ¿Qué había ocurrido?
Preguntan, describen a su hijo, pero nadie sabe nada. “Prosiguen su búsqueda
-él con el rostro contraído, ella curvada por el dolor enseñando a las
generaciones futuras cómo hay que comportarse cuando se tiene la desgracia de
perder a Jesús”12.
Quizá lo peor de todo fue
el aparente silencio de Dios. Ella, la Virgen, era la preferida de Dios; él,
José, había sido escogido para velar por ambos y tenía, también, experiencias
de la intervención de Dios, en los asuntos de los hombres. ¿Cómo, al cabo de dos
días de clamar al Cielo, de buscar incesantemente y cada vez con mayor
ansiedad, el Cielo permanecía mudo a sus súplicas y a sus sufrimientos?13.
A veces Dios calla en nuestra vida, parece que lo hemos perdido. Unas veces, por
nuestra culpa; otras, parece que Él, se esconde para que le busquemos. “Jesús:
que nunca más te pierda...”14, le decimos en la intimidad de nuestro
corazón.
Al tercer día, cuando
parecían agotadas ya todas las posibilidades, encontraron a Jesús. Imaginemos
el gozo que inundaría las almas de María y de José, sus rostros
resplandecientes al volver a casa con el autor de la alegría, con el mismo
Dios, que se había perdido y que acababan de encontrar. Llevarían al Niño, en
medio de los dos, como temiendo perderle de nuevo; o, al menos -si no temían
perderle queriendo gozar más de su presencia, de la que durante tres jornadas
habían estado privados: tres días que les habían parecido siglos por la
amargura del dolor.
“Jesús: que nunca más te
pierda...”. A San José le pedimos que nunca perdamos a Jesús, por el pecado, que
no se oscurezca nuestra mirada por la tibieza, para tener claro su amable
rostro. Le pedimos que nos enseñe a buscarlo con todas las fuerzas –como lo
único necesario– si alguna vez tenemos la desgracia de perderlo.
1 Mt 2, 13. — 2 Cfr.
Sagrada Biblia, Santos Evangelios, EUNSA, Pamplona 1983, nota
a Mt 2, 14. — 3 San Juan Crisóstomo, Homilías
sobre San Mateo, 8. — 4 L. Cristiani, San José,
Patrón de la Iglesia universal, p. 78. — 5 F.
Suárez, José, esposo de María, p. 168. — 6 Mt 2,
14. — 7 Mt 2, 19. — 8 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 42. — 9 Mt 2,
23. — 10 A. Tanquerey, La divinización del sufrimiento,
p. 120. — 11 Cfr. Lc 2, 41-42. — 12 M.
Gasnier. Los silencios de San José, p. 129. — 13 Cfr.
F. Suárez, o. c., p. 190. — 14 San Josemaría
Escrivá, Santo Rosario, quinto misterio gozoso.
6º Domingo de San José
— Muerte del Santo Patriarca, entre Jesús y María. Patrono de la buena muerte.
— Glorificación de San José.
— Petición de vocaciones.
I. Muy
bienaventurado fue José, asistido en su hora postrera por el mismo Señor y por
su Madre... Vencedor de esta mortalidad, aureoladas sus sienes de luz, emigró a
la Casa del Padre...1.
Había llegado la hora de
dejar este mundo y, con él, los tesoros, Jesús y María, que le estaban
encomendados y a quienes, con la ayuda de Dios, les procuró lo necesario con su
trabajo diario. Había cuidado del Hijo de Dios, le había enseñado su oficio y
ese sin fín de cosas que un padre desmenuza con pequeñas explicaciones a su
hijo. Terminó su oficio paterno, que ejerció fielmente: con la máxima
fidelidad. Consumó la tarea que debía llevar a cabo.
No sabemos en qué momento
tuvo lugar la muerte del Santo Patriarca. Cuando Jesús tenía doce años es la
última vez que aparece en vida en los Evangelios. También parece cierto que el
hecho de la muerte debió de tener lugar antes de que Jesús, comenzara el
ministerio público. Al volver Jesús, a Nazareth para predicar, la gente se
preguntaba: ¿Pero no es este el hijo de María?2. De
ordinario no se hacía referencia directa de los hijos a la madre, sino cuando
ya había muerto el cabeza de familia. Cuando es invitada María, a las bodas de
Caná, al comienzo de la vida pública, no se nombra a José, lo que sería
insólito según las costumbres de la época si el Santo Patriarca, viviera aún.
Tampoco se menciona a lo largo de la vida pública del Señor. Sin embargo, los habitantes
de Nazareth llaman en cierta ocasión a Jesús, el hijo del carpintero,
lo que puede indicar que no había pasado mucho tiempo desde su muerte, pues
aquellos todavía le recuerdan. José, no aparece en el momento en que Jesús, está
a punto de expirar. Si hubiera vivido aún, Jesús, no habría confiado el cuidado
de su Madre al Apóstol predilecto. Los autores están conformes en admitir que
la muerte de San José tuvo lugar poco tiempo antes del ministerio público de
Jesús.
No pudo tener San José, una
muerte más apacible, rodeado de Jesús y de María, que piadosamente le atendían.
Jesús, le confortaría con palabras de vida eterna. María, con los cuidados y
atenciones llenos de cariño que se tienen con un enfermo al que se quiere de
verdad. “La piedad filial de Jesús, le acogió en su agonía. Le diría que la
separación sería corta y que pronto se volverían a ver. Le hablaría del convite
celestial, al que iba a ser invitado por el Padre Eterno, cuyo mandatario era en
la tierra: “Siervo bueno y fiel, la jornada de trabajo ha terminado para ti.
Vas a entrar en la casa celestial para recibir tu salarlo. Porque tuve hambre y
me diste de comer. No tenía morada y me acogiste. Estaba desnudo y me
vestiste...”3.
Jesús y María, cerraron los
ojos de José, prepararon su cuerpo para la sepultura... El que más tarde
lloraría sobre la tumba de su amigo Lázaro, vertería lágrimas ante el cuerpo del
que por tantos años se había desvivido por Él, y por su Madre. Y los que le
vieron llorar, pronunciarían quizá las mismas palabras que en Betania: ¡Mirad
cómo le amaba!
Es lógico que San José, haya
sido proclamado Patrono de la buena muerte, pues nadie ha tenido
una muerte más apacible y serena, entre Jesús y María. A él acudiremos cuando
ayudemos a otros en sus últimos momentos. A él pediremos ayuda cuando vayamos a
partir hacia la Casa del Padre. Él nos llevará de la mano ante Jesús y María.
II. San José, goza de la
gloria máxima, después de la Santísima Virgen4, como corresponde a
su santidad en la tierra, en la que gastó su vida en favor del Hijo de Dios y
de su Madre Santísima. Por otra parte, “si Jesús honró en vida a José más que a
todos los demás, llamándole padre, también le ensalzaría por encima
de todos, después de su muerte”5.
Inmediatamente después de
su muerte, el alma de San José, iría al seno de Abrahán,
donde los patriarcas y los justos de todos los tiempos aguardaban la redención
que había comenzado. Allí les anunciaría que el Redentor, estaba ya en la tierra
y que pronto se abrirían las puertas del Cielo. “Y los justos se estremecerían
de esperanza y de agradecimiento. Rodearían a José y entonarían un cántico de
alabanza que ya no se interrumpiría en los siglos venideros”6.
Muchos autores piensan, con
argumentos sólidos, que el cuerpo de San José, unido a su
alma, se encuentra también glorioso en el Cielo, compartiendo con Jesús y con
María, la eterna bienaventuranza. Consideran que la plena glorificación de San
José, tuvo lugar probablemente después de la resurrección de Jesús. Uno de los
fundamentos en que se basa esta doctrina, moralmente unánime desde el siglo
XVI, es el dato que aporta San Mateo, de los sucesos que ocurrieron a la muerte
del Señor: ...muchos cuerpos de los santos, que habían muerto, resucitaron7.
Doctores de la Iglesia y teólogos, piensan que Jesús, al escoger una escolta de
resucitados para afirmar su propia resurrección y dar más realce a su triunfo
sobre la muerte, incluiría en primer lugar a su padre adoptivo. ¡Cómo sería el
nuevo encuentro de Jesús y de San José! “El glorioso patriarca –afirma San
Francisco de Sales– tiene en el Cielo un crédito grandísimo con aquel que tanto
le favoreció, conduciéndole al Cielo en cuerpo y alma (...). ¿Cómo iba a
negarle esta gracia quien toda la vida le obedeció? Yo creo que José, viendo a
Jesús (...), le diría: “Señor mío, acuérdate de que cuando bajaste del Cielo a
la tierra te recibí en mi familia y en mi casa, y cuando apareciste sobre el
mundo te estreché con ternura entre mis brazos. Ahora tómame en los tuyos y,
como te alimenté y te conduje durante tu vida mortal, cuida tú de conducirme a
la vida eterna”8. Jesús se sentiría dichosísimo al complacerle.
En cierta ocasión, San
Josemaría Escrivá, Fundador del Opus Dei, respondía con estas palabras a un
chico joven, que le preguntaba directamente dónde estaría el cuerpo de San José:
“En el Cielo, hijo mío, en el Cielo. Si hubo muchos santos que resucitaron –lo
dice la Escritura– cuando resucitó el Señor, entre ellos estaría, seguro, San
José.” A la misma pregunta respondía en otra ocasión: “Hoy es sábado; podemos
fijarnos en los misterios gloriosos (...). Al contemplar rápidamente el cuarto
misterio, la Asunción de Nuestra Señora, piensa que la Tradición nos dice que
San José, murió antes, asistido por la Santísima Virgen y por Nuestro Señor. Es
seguro, porque lo dice la Sagrada Escritura, que –cuando Cristo salió vivo del
sepulcro– con Él resucitaron muchos justos, que subieron con Él al Cielo (...).
¿No es lógico que quisiera tener a su lado al que le había servido de padre en
la tierra?”9.
Así podemos contemplar hoy
al Santo Patriarca, al considerar el cuarto misterio glorioso del Santo
Rosario: le vemos con su cuerpo glorioso, de nuevo junto a Jesús y María,
intercediendo por nosotros en cualquier necesidad en que nos encontremos.
Fecit te Deus
quasi patrem Regis et dominum universae domus eius. Te hizo Dios como padre del Rey y como señor de
toda su casa. Ruega por nosotros10.
III. “Piadosamente se puede
admitir, pero no asegurar –enseña San Bernardino de Siena– que el piadosísimo
Hijo de Dios, Jesús, honrase con igual privilegio que a su Santísima Madre a su
padre nutricio; del mismo modo que a esta la subió al Cielo gloriosa en cuerpo
y alma, así también el día de su resurrección unió consigo al santísimo José en
la gloria de la Resurrección; para que, como aquella Santa Familia –Cristo, la
Virgen y José– vivió junta en laboriosa vida y en gracia amorosa, así ahora en
la gloria feliz reine con el cuerpo y alma en los Cielos”11.
Los teólogos que sostienen
esta doctrina, cada vez más general, aducen otras razones de conveniencia: la
dignidad especialísima de San José, por la misión que le tocó ejercer en la
tierra y la fidelidad singular con que lo hizo, se vería más confirmada con
este privilegio; el amor indecible que Jesús y María profesan al Santo
Patriarca parece pedir que le hagan ya partícipe de su resurrección, sin
esperar al fin de los tiempos; a la santidad sublime de San José, que tanto
antecede y excede a los demás santos, conviene una participación anticipada del
premio final de todos; la afinidad con Jesús y María, el trato íntimo que tuvo
con la Humanidad del Redentor, parecen exigir mayor exención de la corrupción del
sepulcro; la misión singularísima de San José, como Patrono universal de la
Iglesia, le coloca en una esfera superior a todos los cristianos, y esto parece
reclamar que él no entre en igualdad de condiciones con los demás en la
sujeción a la muerte, sino que, en una especial posesión de la plena
inmortalidad, ejerza su patrocinio universal12.
San José cumplió en la
tierra fidelísimamente la misión que Dios le había encomendado. Su vida fue una
entrega constante y sin reservas a su vocación divina, en bien de la Sagrada
Familia y de todos los hombres13. Ahora, en el Cielo, su corazón
sigue albergando “una singular y preciosa simpatía para toda la humanidad”14,
pero de modo muy particular para todos aquellos que, por una vocación
específica, se entregan plenamente a servir sin condiciones al Hijo de Dios en
medio de su trabajo profesional, como él lo hizo. Pidámosle hoy que sean muchos
quienes reciban la vocación a una entrega plena y que respondan generosamente a
la llamada; que Dios otorgue ese honor inmenso a aquellos hijos, hermanos,
parientes o amigos que, por circunstancias determinadas, podrían encontrarse
más cerca de recibir esa llamada del Señor.
Al Santo Patriarca le
pedimos que todos los cristianos seamos buenos instrumentos para hacer llegar
esa voz clara del Señor a las almas, pues la mies sigue siendo abundante y los
obreros pocos15.
1 Liturgia de las Horas, Himno Iste quem laeti. — 2 Cfr. Mc 6, 1. — 3 M. Gasnier, Los silencios de San José, p. 179. — 4 Cfr. B. Llamera, Teología de San José, p. 298. — 5 Isidoro de Isolano, Suma de los dones de San José, IV, 3. — 6 Ibídem, p. 181. — 7 Mt 27, 52. — 8 San Francisco de Sales, Sermón sobre San José, 7; en Obras selectas de..., BAC, Madrid 1953, vol. 1, p. 351. — 9 Cit. por L. Mª Herrán, La devoción a San José en la vida y enseñanzas de Monseñor Escrivá de Balaguer, Palabra, Madrid 1981, p. 46. — 10 Cfr. Liturgia de las Horas, Solemnidad de San José, Responsorio a la Segunda lectura. — 11 San Bernardino de Siena, Sermón sobre San José, 3. — 12 Cfr. B. Llamera, o. c., pp. 305-306. — 13 Cfr. Juan Pablo II, Exhor. Apost. Redemptoris custos, 15-VIII-1989, 17. — 14 Pablo VI, Homilía 19-III-1969. — 15 C
7º Domingo de San José
— Intercesión de los
santos.
— Acudir a San José en
todas las necesidades.
— Patrocinio del Santo
Patriarca sobre toda la Iglesia y sobre cada cristiano en particular.
I. El
Magisterio de la Iglesia ha declarado en repetidas ocasiones que los santos en
el Cielo ofrecen a Dios los méritos que alcanzaron en la tierra por quienes
todavía nos encontramos en camino. También enseña que es bueno y provechoso
invocarles, no solo en común, sino particularmente, poniéndolos por
intercesores ante el Señor1. Santo Tomás explica la mediación de los
santos diciendo que esta no se debe a la imperfección de la misericordia
divina, ni que convenga mover su clemencia mediante esta intercesión, sino para
que se guarde en las cosas el orden debido, ya que ellos son los más cercanos a
Dios2. Pertenece a su gloria prestar ayuda a los necesitados, y así
se constituyen en cooperadores de Dios, “por encima de lo cual no hay nada más
divino”3.
Aunque los
santos no están en estado de merecer, pueden pedir en virtud de los méritos que
alcanzaron en la vida, los cuales ponen delante de la misericordia divina.
Piden también presentando nuestras súplicas, reforzadas por las de ellos, y
ofreciendo de nuevo a Dios las obras buenas que hicieron en la tierra4,
que duran para siempre. Aunque ya no merecen para sí –el tiempo de merecimiento
terminó con la muerte–, sin embargo sí están “en estado de merecer para otros,
o mejor, de ayudarlos por razón de sus méritos anteriores, ya que, mientras
vivieron, merecieron ante Dios que sus oraciones fuesen escuchadas después de
la muerte”5. Las ayudas ordinarias y extraordinarias que nos
consiguen los santos dependen del grado de santidad y de unión con Dios que
lograron, de la perfección de su caridad6, de los méritos que
alcanzaron en su vida terrena, de la devoción con que se les invoca “o porque
Dios quiere declarar su santidad”7. La intercesión de algunos de
ellos es especialmente eficaz en algunas causas y necesidades: para lograr que
una persona alejada de Dios se acerque al sacramento de la Penitencia, en las
necesidades familiares, en el trabajo, en la enfermedad...8. No se
aparta de la verdad la piedad de las almas sencillas que encomiendan a
determinados santos una necesidad específica. La intercesión de los santos
“depende muy particularmente de los méritos accidentales que adquirieron en sus
diversos estados y ocupaciones de la vida -enseña Santo Tomás El que mereció
extraordinariamente padeciendo una enfermedad o desempeñando un oficio
particular, debe tener especial virtud para ayudar a aquellos que padecen y le
invocan en la misma enfermedad o se ejercitan en el mismo oficio y cumplen los
mismos deberes”9.
Santa Teresa
de Jesús, hablando de la eficacia de la intercesión de San José, señala que así
como a otros santos parece que Dios, les otorgó la capacidad de interceder por
alguna necesidad en particular, “a este glorioso santo tengo experiencia que
socorre en todas y que el Señor, quiere darnos a entender que ansí como le fue
sujeto en la tierra –que como tenía nombre de padre siendo ayo, le podía
mandar– ansí en el Cielo hace cuanto le pide”10. No dejemos de
acudir a él, en tantas necesidades como tenemos, principalmente en las de
aquellos que tenemos encomendados.
II. Por su
santidad y por los méritos singulares que adquirió el Santo Patriarca, en el
cumplimiento de su misión de fiel custodio de la Sagrada Familia, su
intercesión es la más poderosa de todas, si exceptuamos la de la Santísima
Virgen, y es, además, la más universal, extendiéndose a las necesidades, tanto
espirituales como materiales, y a cada hombre en cualquier estado en que se
encuentre. “De igual modo que la lámpara doméstica que difunde una luz familiar
y tranquila -señalaba Pablo VI, pero íntima y confidencial, invitando a la vigilancia
laboriosa y llena de graves pensamientos, conforta del tedio del silencio y del
temor a la soledad (...), la luz de la piadosa figura de San José, difunde sus
rayos benéficos en la Casa de Dios, que es la Iglesia, la llena de humanísimos
e inefables recuerdos de la venida a la escena de este mundo del Verbo de Dios, hecho hombre por nosotros y como nosotros, que vivió la protección, la guía y
la autoridad del pobre artesano de Nazareth, y la ilumina con el incomparable
ejemplo que caracteriza al santo más afortunado de todos por su gran comunión
de vida con Cristo y María, por su servicio a Cristo, por su servicio por amor”11.
Jesús y
María, con su ejemplo en Nazareth, nos invitan a recurrir a San José. Su
conducta es modelo de lo que debe ser la nuestra. Con la frecuencia, amor y
veneración con que acudían a él y recibían sus servicios, han proclamado la
seguridad y confianza con que hemos de implorar nosotros su ayuda poderosa.
Cuando “nos lleguemos a José para implorar su auxilio, no titubeemos ni temamos,
sino tengamos fe firme, que tales ruegos han de ser gratísimos al Dios inmortal
y a la Reina de los ángeles”12. Nuestra Señora, después de Dios, a
nadie amó más que a San José, su esposo, que la ayudó, la protegió, y
gustosamente le estuvo sometida. ¿Quién puede imaginar la eficacia de la
súplica dirigida por José a la Virgen su esposa, en cuyas manos el Señor ha
depositado todas las gracias? De aquí la comparación que se complacen en
repetir los autores: “como Cristo es el mediador único ante el Padre, y el
camino para llegar a Cristo es María, su Madre, así el camino seguro para
llegar a María es San José: De José a María, de María a Cristo y de Cristo al
Padre”13.
La Iglesia
busca en San José, el mismo apoyo, la fortaleza, la defensa y la paz que supo
proporcionar a la Sagrada Familia de Nazareth14, que fue como el
germen en el que ya se encontraba contenida toda la Iglesia. El patrocinio de
San José, se extiende de modo más particular a la Iglesia universal, a las almas
que aspiran a la santidad en medio del trabajo ordinario, a las familias
cristianas y a los que se encuentran próximos a dejar este mundo camino a la
Casa del Padre.
“Quiere mucho
a San José, quiérele con toda tu alma, porque es la persona que, con Jesús, más
ha amado a Santa María y el que más ha tratado a Dios: el que más le ha amado,
después de nuestra Madre.
“-Se merece
tu cariño, y te conviene tratarle, porque es, Maestro".
Tomado de:
Los Siete Domingos de San José
Publicado el
30/01/22 www.Iesvs.org
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