martes, 16 de abril de 2013

APÉNDICE 4

 LA LEGIÓN ROMANA

La Legión Romana ha sido probablemente el más colosal entre los cuerpos militares que han conocido los siglos. El secreto de su invencibilidad fue el maravilloso espíritu de cada uno de sus miembros. El soldado individual tenía que sacrificar su personalidad, dejándola absorber por la de la Legión, una sumisión "ad nutum", es decir, a la menor indicación del oficial, sin reparar ni en los méritos del que mandaba ni en sus propios gustos ni caprichos. Si no llegaba el ascenso, estaba prohibido murmurar; si se tenía algún resentimiento, no se debía exteriorizar, ni de palabra ni de obra. Así marchaban todos como un solo hombre, estrecha y corporativamente unidos con su jefe. Las huestes romanas, en línea compacta y ordenada, recorrieron el mundo entero, manteniendo por doquier el prestigio y la ley de Roma. Frente al enemigo, su lealtad los hizo irresistibles; tanto le desgastaban con su intrepidez perseverante y tenaz, que le obligaban a emprender la fuga o rendirse. Eran las avanzadas del Imperio, y sobre ellas pesaba la durísima carga de guardar intactas las fronteras imperiales. Como prueba de su inquebrantable heroísmo tenemos el ejemplo de aquel centurión hallado de pie en su puesto, cuando se excavaron las ruinas de Pompeya; y también, el de la célebre Legión Tebana -con sus generales, los santos Mauricio, Exuperio y Cándido- asesinada por su lealtad durante la persecución Maximiano.
 
El espíritu de la Legión Romana puede resumirse en estos términos: sumisión a la autoridad; conciencia del deber a toda prueba; perseverancia ante los obstáculos; resistencia en las privaciones; lealtad a la causa hasta en los más insignificantes pormenores del deber.
 
Tal era el ideal pagano del buen soldado. Y tal debe ser el ideal del legionario de María: iguales arrestos, pero sobrenaturalizados, templados y endulzados por el contacto con Aquella que sabe enseñar mejor que nadie el secreto de un servicio lleno de amor y bondad.
 
El centurión, que estaba frente a Él al ver que había expirado dando aquel grito, dijo: "verdaderamente este hombre era Hijo de Dios" (Mc.15,39). Y los soldados que con el centurión custodiaban a Jesús, viendo el terremoto y todo lo que pasaba, dijeron aterrados: "verdaderamente éste era Hijo de Dios" (Mt 27,54).
 
"Los primeros en convertirse fueron, así, los soldados del ejército romano.
 
La Iglesia, que luego llevará el nombre de Iglesia romana, empezó por modo misterioso ya sobre el Calvario el mismo oficio que estaba destinada a ejercer en todo el orbe. Romanos fueron los que sacrificaron a la Víctima y la levantaron en presencia de las turbas; y los futuros custodios de la unidad de la Iglesia se negaron ya entonces a rasgar la túnica de Jesús; los depositarios de la fe fueron los primeros en escribir y sostener el dogma principal de la nueva creencia: la realeza del Nazareno. En el momento de consumarse el cruento sacrificio fueron ellos, los romanos, los que se golpearon el pecho y dijeron: verdaderamente, este hombre era el Hijo de Dios. Por fin, con aquella misma lanza de que se habían de servir para abrir camino al evangelio por todas las regiones de la tierra, abrieron el Sagrado Corazón del Maestro, manantial de caudalosas aguas de gracia y vida sobrenatural. Y ya que todos los hombres somos culpables de la muerte del Redentor, ya que todos pusimos en Él nuestras manos empapándolas de su Sangre, y puesto que, por eso mismo, la Iglesia futura no pudo tener como representantes suyos más que reos, ¿acaso no parece que los romanos inauguraron y justificaron ya sobre el Calvario, aunque inconscientemente, su inmortal destino?
 
De tal forma estaba colocada la Cruz, que Jesús daba la espalda a Jerusalén y miraba hacia el Occidente, hacia la Ciudad Eterna" (Bolo, La Tragedia del Calvario).

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